No estabas en mi umbral ni yo salí a buscarte para colmar los huecos que fragua la nostalgia y que presagian niños o animales hechos con la sustancia de la frustración. Viniste paso a paso por los aires, pequeña equilibrista en el tablón flotante sobre un foso de lobos enmascarado por los andrajos radiantes de febrero. Venías condensándote desde la encandilada transparencia, probándote otros cuerpos como fantasmas al revés, como anticipaciones de tu eléctrica envoltura —el erizo de niebla, el globo de lustrosos vilanos encendidos, la piedra imán que absorbe su fatal alimento, la ráfaga emplumada que gira y se detiene alrededor de un ascua, en torno de un temblor—. Y ya habías aparecido en este mundo, intacta en tu negrura inmaculada desde la cara hasta la cola, más prodigiosa aún que el gato de Cheshire, con tu porción de vida como una perla roja brillando entre los dientes.
III
Quiero pensar que no eras la cría repudiada, hija de gato errante y de gata cautiva —la pareja precaria, victoriosa en la ley de un solo acoplamiento y sumisa al decreto de algún Malthus tardío que impera en el desván—. Puedo creer que no eras trofeo ni residuo arrojado al azar desde lo alto de la roca, ni yo la tejedora que detiene con redes milagrosas el vuelo o la caída. Algo más que piedad, que providencia y desatino erigió nuestra carpa invulnerable entre las carcomidas fundaciones. Algo que comenzamos a saber entre un plato de leche y huesos, sólo huesos de desapariciones, tan duros de roer.
V
Tú reinaste en Bubastis con los pies en la tierra, como el Nilo, y una constelación por cabellera en tu doble del cielo. Eras hija del Sol y combatías al malhechor nocturno —fango, traición o topo, roedores del muro del hogar, del lecho del amor—, multiplicándote desde las enjoyadas dinastías de piedra hasta las cenicientas especies de cocina, desde el halo del templo, hasta el vapor de las marmitas. Esfinge solitaria o sibila doméstica, eras la diosa lar y alojabas un dios, como una pulga insomne, en cada pliegue, en cada matorral de tu inefable anatomía. Aprendiste por las orejas de Isis o de Osiris que tus nombres eran Bastet y Bast y aquel otro que sabes (¿o es que acaso una gata no ha de tener tres nombres?); pero cuando las furias mordían tu corazón como un panal de plagas te inflabas hasta alcanzar la estirpe de los leones y entonces te llamabas Sekhet, la vengadora. Pero también, también los dioses mueren para ser inmortales y volver a encender, en un día cualquiera, el polvo y los escombros. Rodó tu cascabel, su música amordazada por el viento. Se dispersó tu bolsa en las innumerables bocas de la arena. Y tu escudo fue un ídolo confuso para la lagartija y el ciempiés. Te arroparon los siglos en tu necrópolis baldía —la ciudad envuelta en vendas que anda en las pesadillas infantiles—, y porque cada cuerpo es tan sólo una parte del inmenso sarcófago de un dios, eras apenas tú y eras legión sentada en el suspenso, simplemente sentada, con tu aspecto de estar siempre sentada vigilando el umbral.
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