Page 2 of 13
Notas introductorias
|
Nota introductoria, Elva Macías La dolorosa claridad, Myriam Moscona Nota introductoria |
“...Había en varios tiempos varias casas que eran una sola casa...” En uno de esos tiempos, el 17 de marzo de 1920, nació Olga Orozco en Toay, La Pampa argentina. Su infancia, dice, siguió creciendo con ella con su carga de terrores, asombros y misterios, en una casa prodigiosa que entre médanos y cardos rusos, era llevada por el viento como la proa de un jardín sin límites y que aún ahora la recibe milagrosamente desde el fondo de cada caída. Esa casa y sus habitantes, personajes de su árbol familiar, viven todavía en algunos de sus más altos poemas; de igual manera el paisaje de La Pampa, convertido en paisaje interior, provee a sus imágenes suntuosas de arideces y resquebraduras: “donde el amor reposa su gastado ademán sobre las hierbas cenicientas”. Vida y creación, indisolublemente unidas, la hacen concebir una poesía panteísta, metafísica, con un sentido religioso nunca doctrinario. “Más que cristiana, mi poesía es gnóstica. Allí existe la idea de un Dios anterior que, de algún modo, se dispersó y se disgregó en nosotros y volverá a unirse con todos nosotros y volverá a constituirse en unidad.” Ese desprendimiento, la caída a este mundo, visto como el revés del cielo, será la gran suma de su obra, desde el libro inicial hasta la producción más reciente. A través de esa cosmovisión y con una obra sólidamente estructurada, sus poemas, a lo largo de cincuenta años, enfocan su emoción y sabiduría a temas de múltiples implicaciones, diálogos con criaturas disímbolas: con su gata muerta (Cantos a Berenice), con el Bosco o con Van Gogh; con escritores muertos o sus personajes (Las muertes); habla a los más humildes y extraños objetos, a su soledad y a su conciencia y permanentemente se dirige a Dios. Con inusitada fidelidad a sus alientos y motivos, Olga Orozco nos ofrece una obra en sorprendente ascenso cada día. |
|
Poeta mayor de nuestra tradición, Olga Orozco* es voz para minorías. Su obra escapa a una linealidad que tal vez el lector poco habituado a la poesía no logre traducir al primer intento. Desde sus poemas consignados en Desde lejos (1946) fue clara en su trayecto por la sombra: “no es que la poesía en sí misma sea oscura, sino que los sitios por los que atraviesa lo son”.
Con profundo sentimiento religioso sus temas tocan lo inescrutable: el tiempo, el destino, la ausencia, la pérdida del reino, la palabra o el amor como paraíso recobrado. El paisaje en su poesía es universo paralelo a la emoción, constituye un mundo de equivalencias propuesto con maestría. Como en los sueños, sus poemas ofrecen en el mismo escenario imágenes simultáneas de lo real, de lo anhelado, de lo imposible. Abierta a las cosas del mundo —en lo invisible y lo concreto— su poesía se sirve de las imágenes pero también del pensamiento. Ideas que toman la forma de la cosa como puede verse en el poema “Detrás de aquella puerta”: En algún lugar del gran muro inconcluso está la puerta, aquella que no abriste/ y que arroja su sombra de guardiana implacable en el revés de todo tu destino (...). Es su manifiesta convicción de que encarnamos las posibilidades de este mundo con trazos imprevisibles y fortuitos. Las puertas que abrimos o dejamos de abrir son para ella como un destino en forma de abanico. “Si eliges una variedad, desechas otra. Las posibilidades que se abren entre las que eliges y desechas son infinitas. Desechas toda una multiplicación porque cada una se ramifica en muchas más que se cierran al no optar por ella.” Esa puerta clausurada en nombre del azar es un ejemplo de cómo la partitura de su pensamiento elige una cosa concreta y una forma específica para expresar la idea, en este caso, lo que somos frente al libre albedrío y al destino: diálogo constante entre nuestra elección y aquello que nos fue negado. Ubicada en la generación argentina del cuarenta, generación también conocida como neorromántica en la que figura, entre varios más, Enrique Molina; la poesía de Olga Orozco comparte con ésta las preocupaciones de su tiempo y su lugar, pero parece coincidir más con la mirada y la búsqueda de Rainer María Rilke en Las elegías del Duino o, en la tradición hispana, con la voz inconfundible de Luis Cernuda. Sus versículos, presentes desde el primero al último libro, son la respiración alargada en la que esta poeta ha querido descubrir a Dios por transparencia. Atrás de sus palabras creemos percibirla con los brazos levantados hacia el cielo para medir la distancia del hombre fragmentado, para dejar fe de la imposible unidad a la que estamos condenados en este tránsito y que su obra alcanza a traducir en algunos instantes de dolorosa claridad. Pese a muchas coincidencias vitales con los escritores surrealistas, por la relevancia que para ellos tiene el elemento onírico o la vida autónoma del inconsciente, es impreciso ubicarla como poeta de esa corriente. Sus poemas están cuidadosamente vigilados por un oído sensible y exigente y no parecen privilegiar la escritura automática para llegar, por ese camino, a una verdad. La suya emerge del lenguaje, y por la vía del abandono y de la gracia aspira, entre lo sagrado y lo profano, a comulgar con Dios (“Pero no soy todo, soy con todo”). Sabe que las palabras son su único vehículo y aun así se le dispersan porque son menos que un suspiro en la hierba, pero están dispuestas a “tejer y a destejer desde su propio costado el universo”. Ella, en el alba primera del olvido, principio del que parte su memoria, es como una medium que dispone todo para la comunicación con lo invisible. La poesía, dice esta creadora de encantamientos, escapa a cualquier definición y su ámbito “se traslada cuando se le pretende fijar y el número de alcances que genera continuamente excede siempre el círculo de los posibles significados que se le atribuyen”. Sea éste el principio para vincularse con la obra de Olga Orozco, poderosa en una tradición que encontró en Argentina a Leopoldo Lugones, Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo y, más cerca de ella, a Enrique Molina. |
Ciudad de México, 1998 |