Material de Lectura


De La noche a la deriva

Detrás de aquella puerta
Botines con lazos, de Vincent Van Gogh



Detrás de aquella puerta

En algún lugar del gran muro inconcluso está la puerta,
aquella que no abriste
y que arroja su sombra de guardiana implacable en el
    revés de todo tu destino
Es tan sólo una puerta clausurada en nombre del azar,
pero tiene el color de la inclemencia
y semeja una lápida donde se inscribe a cada paso
    lo imposible.
Acaso ahora cruja con una melodía incomparable contra
    el oído de tu ayer,
acaso resplandezca como un ídolo de oro bruñido por
    las cenizas del adiós,
acaso cada noche esté a punto de abrirse en la pared final
    del mismo sueño
y midas su poder contra tus ligaduras como un desdichado
    Ulises.
Es tan sólo un engaño,
una fabulación del viento entre los intersticios de una
    historia baldía,
refracciones falaces que surgen del olvido cuando
    lo roza la nostalgia.
Esa puerta no se abre hacia ningún retorno;
no guarda ningún molde intacto bajo el pálido rayo
    de la ausencia.
No regreses entonces como quien al final de un viaje
    erróneo
—cada etapa un espejo equivocado que te sustrajo el
    mundo—
descubriera el lugar donde perdió la llave y trocó por un
    nombre confuso la consigna.
¿Acaso cada paso que diste no cambió, como en un ajedrez,
la relación secreta de las piezas que trazaron el mapa
    de toda la partida?
No te acerques entonces con tu ofrenda de tierras
    arrasadas,
con tu cofre de brasas convertidas en piedras de expiación;
no transformes tus otros precarios paraísos en páramos
    y exilios,
porque también, también serán un día el muro y la
    añoranza.
Esa puerta es sentencia de plomo; no es pregunta.
Si consigues pasar,
encontrarás detrás, una tras otra, las puertas que elegiste.
 

1984





Botines con lazos, de Vincent Van Gogh


¿Son dos extraños fósiles,
emisarios sombríos de una fauna sepultada en un bosque
    de carbón,
que vienen a reclamar un óbolo de luz para sus muertos?
¿Son ídolos de piedra,
cascotes desprendidos del obraje de los más tristes sueños?
¿O son moldes de hierro
para fraguar los pasos a imagen del martirio y a semejanza
    de la penitencia?

Son tus viejos botines, infortunado Vincent,
hechos a la medida de un abismo interior, como
    las ortopedias del exilio;
dos lonjas de tormento curtidas por el betún de la pobreza,
embalsamadas por lloviznas agrias,
con unos lazos sueltos que solamente trenzan el desamparo
    con la soledad,
pero con duros contrafuertes para que sea exiguo
    el juego del destino
para que te acorrale contra el muro la ronda de los cuervos.

Pero son tus botines, perfectos en su género de asilo,
modelos para atar a cada ráfaga de alucinada travesía,
fieles como tu silla, tus ojos y tu Biblia.
Aferrados a ti como zarpas fatales desde las plantas
    hasta los tobillos,
desde Groot Zundert hasta la posada del infierno final,
es inútil que quieran sepultar tus raíces en una casa
    hundida en el rescoldo,
en el barro bruñido, el brillo de las velas y el íntimo
    calor de las patatas,
porque una y otra vez tropiezan con el filo de la mutilación,
porque una y otra vez los aspira hacia arriba la tromba
    que no entienden:
tu fuga de evadido como un vértigo azul, como un cráter
    de fuego.

Botines de trinchera, inermes en la batalla del vendaval
    y el alma:
han girado contigo en todas las vorágines del cielo
y han caído en la trampa de tu hoguera oculta bajo el
    incendio de los campos,
sin encontrar jamás una salida,
por más que pisoteen esas flores fanáticas que zumban
    como abejorros amarillos,
esos soles furiosos que atruenan contra tu oreja,
    tan distante,
perdida como un pálido rehén entre los torbellinos de
    otro mundo.

Botines de tribunal, a tientas en la noche del patíbulo,
sin otro resplandor que unos pobres destellos arrancados
    al pedernal de la locura,
entre los que hay un pájaro abatido en medio de su vuelo:
el extraño, remoto anuncio blanco de una negra sentencia.
Resuenan dando tumbos de ataúd al subir la escalera,
vacilan junto al lecho donde se precipitan vidrios
    de increíbles visiones,
trizado por una bala el árido universo,
y dejan caer a lentas sacudidas el balance de polvo
    tormentoso adherido a sus suelas.

Ahora husmean la manta de hiedra que recubre tu sueño
    junto a Theo,
allá, en el irreversible Auvers-sur-Oise,
y escarban otra tumba entre los andamiajes de la inmensa
    tiniebla.
Son botines de adiós, de siempre y nunca, de hambriento
    funeral:
se buscan en la memoria de tu muerte.

 

1984