En algún lugar del gran muro inconcluso está la puerta, aquella que no abriste y que arroja su sombra de guardiana implacable en el revés de todo tu destino Es tan sólo una puerta clausurada en nombre del azar, pero tiene el color de la inclemencia y semeja una lápida donde se inscribe a cada paso lo imposible. Acaso ahora cruja con una melodía incomparable contra el oído de tu ayer, acaso resplandezca como un ídolo de oro bruñido por las cenizas del adiós, acaso cada noche esté a punto de abrirse en la pared final del mismo sueño y midas su poder contra tus ligaduras como un desdichado Ulises. Es tan sólo un engaño, una fabulación del viento entre los intersticios de una historia baldía, refracciones falaces que surgen del olvido cuando lo roza la nostalgia. Esa puerta no se abre hacia ningún retorno; no guarda ningún molde intacto bajo el pálido rayo de la ausencia. No regreses entonces como quien al final de un viaje erróneo —cada etapa un espejo equivocado que te sustrajo el mundo— descubriera el lugar donde perdió la llave y trocó por un nombre confuso la consigna. ¿Acaso cada paso que diste no cambió, como en un ajedrez, la relación secreta de las piezas que trazaron el mapa de toda la partida? No te acerques entonces con tu ofrenda de tierras arrasadas, con tu cofre de brasas convertidas en piedras de expiación; no transformes tus otros precarios paraísos en páramos y exilios, porque también, también serán un día el muro y la añoranza. Esa puerta es sentencia de plomo; no es pregunta. Si consigues pasar, encontrarás detrás, una tras otra, las puertas que elegiste. |
¿Son dos extraños fósiles, emisarios sombríos de una fauna sepultada en un bosque de carbón, que vienen a reclamar un óbolo de luz para sus muertos? ¿Son ídolos de piedra, cascotes desprendidos del obraje de los más tristes sueños? ¿O son moldes de hierro para fraguar los pasos a imagen del martirio y a semejanza de la penitencia? Son tus viejos botines, infortunado Vincent, hechos a la medida de un abismo interior, como las ortopedias del exilio; dos lonjas de tormento curtidas por el betún de la pobreza, embalsamadas por lloviznas agrias, con unos lazos sueltos que solamente trenzan el desamparo con la soledad, pero con duros contrafuertes para que sea exiguo el juego del destino para que te acorrale contra el muro la ronda de los cuervos. Pero son tus botines, perfectos en su género de asilo, modelos para atar a cada ráfaga de alucinada travesía, fieles como tu silla, tus ojos y tu Biblia. Aferrados a ti como zarpas fatales desde las plantas hasta los tobillos, desde Groot Zundert hasta la posada del infierno final, es inútil que quieran sepultar tus raíces en una casa hundida en el rescoldo, en el barro bruñido, el brillo de las velas y el íntimo calor de las patatas, porque una y otra vez tropiezan con el filo de la mutilación, porque una y otra vez los aspira hacia arriba la tromba que no entienden: tu fuga de evadido como un vértigo azul, como un cráter de fuego. Botines de trinchera, inermes en la batalla del vendaval y el alma: han girado contigo en todas las vorágines del cielo y han caído en la trampa de tu hoguera oculta bajo el incendio de los campos, sin encontrar jamás una salida, por más que pisoteen esas flores fanáticas que zumban como abejorros amarillos, esos soles furiosos que atruenan contra tu oreja, tan distante, perdida como un pálido rehén entre los torbellinos de otro mundo. Botines de tribunal, a tientas en la noche del patíbulo, sin otro resplandor que unos pobres destellos arrancados al pedernal de la locura, entre los que hay un pájaro abatido en medio de su vuelo: el extraño, remoto anuncio blanco de una negra sentencia. Resuenan dando tumbos de ataúd al subir la escalera, vacilan junto al lecho donde se precipitan vidrios de increíbles visiones, trizado por una bala el árido universo, y dejan caer a lentas sacudidas el balance de polvo tormentoso adherido a sus suelas. Ahora husmean la manta de hiedra que recubre tu sueño junto a Theo, allá, en el irreversible Auvers-sur-Oise, y escarban otra tumba entre los andamiajes de la inmensa tiniebla. Son botines de adiós, de siempre y nunca, de hambriento funeral: se buscan en la memoria de tu muerte.
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