Éstos son mis dos pies, mi error de nacimiento, mi condena visible a volver a caer una vez más bajo las implacables ruedas del zodíaco, si no logran volar. No son bases del templo ni piedras del hogar. Apenas si dos pies, anfibios, enigmáticos, remotos como dos serafines mutilados por la desgarradura del camino. Son mi pies para el paso, paso a paso sobre todos los muertos, remontando la muerte con punta y con talón, cautivos en la jaula de esta noche que debo atravesar y corre junto a mí. Pies sobre brasas, pies sobre cuchillos, marcados por el hierro de los diez mandamientos: dos mártires anónimos tenaces en partir, dispuestos a golpear en las cerradas puertas del planeta y a dejar su señal de polvo y obediencia como una huella más, apenas descifrable entre los remolinos que barren el umbral. Pies dueños de la tierra, pies de horizonte que huye, pulidos como joyas al aliento del sol y al roce del guijarro: dos pródigos radiantes royendo mi porvenir en los huesos del presente, dispersando al pasar los rastros de ese reino prometido que cambia de lugar y se escurre debajo de la hierba a medida que avanzo. ¡Qué instrumentos inaptos para salir y para entrar! Y ninguna evidencia, ningún sello de predestinación bajo mis pies, después de tantos viajes a la misma frontera. Nada más que este abismo entre los dos, esta ausencia inminente que me arrebata siempre hacia adelante, y este soplo de encuentro y desencuentro sobre cada pisada. ¡Condición prodigiosa y miserable! He caído en la trampa de estos pies como un rehén del cielo o del infierno que se interroga en vano por su especie, que no entiende sus huesos ni su piel, ni esta perseverancia de coleóptero solo, ni este tam-tam con que se le convoca a un eterno retorno. ¿Y a dónde va este ser inmenso, legendario, increíble, que despliega su vivo laberinto como una pesadilla, aquí, todavía de pie, sobre dos fugitivos delirios de la espuma, debajo del diluvio?
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