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García Lorca: Relectura |
Hablaba de Andalucía —virgen yerma que envejece— y de Granada —recinto provinciano donde yace enterrada Doña Juana la Loca plena de amor no correspondido. Tal era la patria por donde anduvo con aire de niño experto en nanas infantiles. Sólo que lo disimuló en sus inicios bajo un disfraz de nihilista trasnochado. Qué alivio en consecuencia saber que consideraba el caracol como pacífico / burgués de la vereda y que dialogaba con la viudita del Conde de Laureles ofreciéndole su delgado corazón herido por tantos ojos de mujeres. Tú vas para el amor, le dice, y yo para la muerte. Sí, mucha muerte, mucha existencia rota y fracasada en medio de ese ambiente tan ralo: puñales y llanto. España, país de poetas y de contrabandistas, como lo llamó Victor Hugo. Perdí la sortija de mi dicha al pasar el arroyo imaginario: así escribe en esos años veinte ennobleciendo con sus repiqueteantes letrillas una tierra de campesinos con azadón. No era aún el "andaluz profesional" como lo llamaría luego Borges nacido por las mismas fechas. Apenas un adolescente que ahoga su voz enmascarado en penas ajenas. ¡Oh!, qué dolor el dolor Antiguo de la poesía, Este dolor pegajoso Tan lejos del agua limpia. Se buscaba y se perdía y al exaltarse renegaba de sí mismo contrastando con el asco su anterior ímpetu. Por más que en una misma línea mencione a Satán y a Cristo su religión era la del Lagarto que habla y la del Gnomo que ríe. La emoción que se experimenta al escribir lo nunca antes dicho: eso precisamente que todos sentimos. Yendo por tal camino terminará por alabar la sangre, la violencia inmemorial repitiendo su rito para que yo desgarre sus muslos limpios. Tal desgarramiento irrigaría el polvo seco del terruño del mismo modo que Abril volvería floridas las abstractas calaveras. El semen sin futuro, la sequedad que produce el pensamiento reclamando su propia anulación consentida: la elegía por el chopo muerto era una elegía por sí mismo. Contaminaba el paisaje con su vida. Esa tierra necesitada de color donde los árboles son mustios y el cielo de ceniza. Entre el caliente deseo y el afán de huir del ojo de Dios que todo lo escruta su primer Libro de poemas (1921) va y viene preguntándose si valen más los lirios que nacen porque sí o las espigas de trigo que sirven para fabricar harina. Una pregunta típica de toda poesía inmadura: la poesía sólo se celebra a sí misma. Hay sin embargo una tristeza repetida alcanzando a impregnar todo el libro: la del joven que recalca su inconformidad y pocas veces su dicha. Hoy medito confuso Ante la fuente turbia Que del amor me brota. ¿Cuál pureza añora? La de Caperucita. Sin embargo no parece haber sexo sin mancha entre beatas, curas y guardias civiles. ¡Mi corazón es malo, Señor! Siento en mi carne La implacable brasa Del pecador. Ni machos cabríos, ni bellotas metafísicas, ni incluso el llanto del poeta, ese payaso empolvado que canta su fracaso lírico, le conceden llegar a ser él mismo. Atrapado aún por la bisutería modernista lo más suyo es difícil intuirlo. Si acaso cuando dice la tierra es el probable paraíso perdido. O con mayor certidumbre en estos versos ya suyos: Yo me incrusté en el chopo centenario Con tristeza y con ansia Cual Dafne varonil que huye miedosa de un Apolo de sombra y de nostalgia. Allí estaba él, el primer Federico. |