Anne Sexton
Cuando un hombre entra en una mujer Después de Auschwitz Alcahueta de Dios Ángeles caídos
Cuando un hombre entra en una mujer
Cuando un hombre entra en una mujer, como el oleaje que muerde la orilla, una y otra vez, y la mujer abre la boca de placer y sus dientes brillan como el alfabeto, Logos aparece ordeñando una estrella, y el hombre dentro de la mujer hace un nudo, para que nunca más estén separados y la mujer sube a una flor y Logos aparece y desata los ríos. Este hombre, esta mujer con su doble hambre, han procurado penetrar la cortina de Dios, lo cual brevemente han logrado aunque Dios en su perversidad deshace el nudo.
Después de Auschwitz
Ira negra como un garfio me ataja. Cada día cada nazi agarró, a las ocho de la mañana, un bebé y lo frió para el desayuno en su sartén. Y la muerte observa con ojo casual y juega con la mugre bajo las uñas. El hombre es malo —digo en voz alta. El hombre es una flor que se debe incendiar —digo en voz alta. El hombre es un pájaro lleno de lodo —digo en voz alta. Y la muerte observa con ojo casual y se rasga el ano. El hombre con sus dedos milagrosos y los dedos del pie rosaditos no es templo sino letrina —digo en voz alta. Que el hombre nunca vuelva a levantar su tacita de té. Que el hombre nunca vuelva a escribir un libro. Que el hombre nunca vuelva a ponerse el zapato. Que el hombre nunca vuelva a levantar los ojos en una suave noche de julio. Nunca. Nunca. Nunca. Nunca. Nunca. Estas cosas digo en voz alta. Ruego al Señor que no escuche.
Alcahueta de Dios
Con todas mis preguntas, todas las palabras nihilistas en mi cabeza, fui en busca de una respuesta, en busca del otro mundo que alcancé al cavar bajo tierra. Crucé piedras más solemnes que predicadores, traspasé raíces que pulsaban como venas en busca de algún animal de sabiduría, podría decirse, que en búsqueda de mi esposo (o sea, el que te saca adelante). Abajo. Abajo. Abajo. Allí encontré un ratón con árboles que crecían de su vientre. Era todo sabio. Era mi esposo. Pero estaba mudo. Hizo tres cosas. Expulsó una calabaza de agua. Entonces le pegué en la cabeza, suave, un golpe como una llamada. Luego expulsó una calabaza de cerveza. Llamé otra vez y por fin un plato de caldillo. Ésas eran mis respuestas. Agua. Cerveza. Alimento. Pero no estuve satisfecha. Entonces el ratón lamió mi piel leprosa y tuve mi respuesta decisiva. El alma no quedó curada, estaba tan llena como un ropero de vestidos que no me venían. Agua. Cerveza. Caldillo. Tenía que ser suficiente. ¿Pues quién soy yo, esposo, para rehusar el poner nombre a los alimentos en una época de hambre?
Ángeles caídos
(“¿Quiénes son?” “Ángeles caídos que no eran bastante buenos para ser salvados, ni bastante malos para ser perdidos”, dice la gente del pueblo.)
Llegan a mi limpia hoja de papel y dejan una mancha Rorschach. No lo hacen por crueles, lo hacen para darme un signo— quieren forzarme, como dijo una vez Aubrey Beardsley, a moverlo hasta que algo salga. Aunque soy torpe, cumplo. Pues soy como ellos— salvada y perdida a la vez, cayendo como Humpty Dumpty abajo del alfabeto. Cada mañana los corro de mi cama y cuando se meten en la ensalada, revolcándose en ella como un perro, los entresaco uno por uno así como mi hija entresaca las anchoas. En mayo bailan sobre los junquillos, gastando los dedos de sus pies riendo como peces. En noviembre, mes del pavor, chupan su niñez de las moras y las vuelven agrias e incomibles. Sin embargo son compañeros. Distribuyen su magia de Salvavidas Surtidas y hacen menearse la vida. Me acompañan al dentista y protegen del taladro. Al mismo tiempo, van conmigo a clases y mienten a mis alumnos. Oh ángel caído, compañero dentro de mí, susurra algo sagrado antes de que me pellizques hasta el sepulcro.
|