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Marco Antonio Montes de Oca Un balance Selección y nota de Ulalume González de León |
Montes de Oca: un balance
Desde sus primeros poemas, que datan de los tiempos en que era estudiante de secundaria, Montes de Oca asumió la “fatalidad” de ser poeta con una inocencia y una confianza que nunca perdería del todo a pesar de momentos en que la duda, el escepticismo, las inquietudes despertadas por la realidad social e histórica, abrieron grietas inevitables en su Parcela en el Edén —título significativo de uno de sus libros que podría ser el nombre del mundo intemporal, “original”, fundado con su obra. Creo que algunas constantes de esta obra, aunque pueda estudiarse en ella una clara evolución, invitan más bien al balance final de su totalidad. En otras palabras, tengo una imagen de ella en la que prevalecen, sobre aquellas decepciones intermitentes, el designio de recrear un mundo anterior a la memoria; sobre las variaciones de tono, la voz de la fe y del entusiasmo; sobre las búsquedas formales, el dominio de las imágenes y su combinatoria.
Ya el (des)orden alfabético en que estaban presentados los poemas de Poesía reunida (primer recuento de lo escrito hasta entonces —12 libros— que hizo M. de O. en 1970), al anular la cronología o volverla difícilmente reconstruible, proponía, para mí, ese balance —y con él el descubrimiento de que el poeta habla del tiempo anterior a la memoria con mayor fluidez (y eficacia) que cuando habla del presente; de que lo importante en esta obra es, finalmente, la catarsis en que el sufrimiento se muda en humo y resplandor.* ¿Cuál será el balance final? Creo que M. de O. será recordado por un contrapunto de luces y sombras que acaba por disolverse en luz entera. ¿Se llamará Delante de la luz cantan los pájaros su próximo recuento de poemas, como él me lo anunciara un día (dándome la razón)? Hay poetas que buscan su propia voz a tientas y a tropiezos. M. de O. se instaló de golpe en plena poesía. Pero ningún poeta puede planearse a sí mismo, sino obedecer a lo que es, dentro de él, honda imposición ineludible. El joven M. de O. rehuyó todo lo que sentía “programado”, tanto las pretenciosas búsquedas de una perfección formal antepuesta como meta a la del vuelo, como el afán de dar cátedra de moral o filosofía a contravuelo, en textos “emplumados” —con deleznable chapopote— de mal adheridos destellos de lirismo. Dije que desde el primer momento se entregó al ejercicio de la poesía con inocencia y confianza. Ambas se dan juntas: la inocencia es confiada y la confianza es inocente; pero se quedan en ingenuidad o equivocación cuando no están respaldadas por el don poético. Y M. de O., sin equivocarse, creyó siempre en su don, aun en los momentos —como veremos— en que todo lo demás era puesto en duda. Hay inocencia, incon-taminación, en su indiferencia inicial a todo lo que no fuera voltaje lírico, esa carga sui generis del idioma por la cual, poundianamente, el poeta-en-ciernes había identificado ya a la poesía auténtica; confianza, también, en que la carga interior correspondiente, anterior a las palabras, debía fluir sin censuras. No le importó que sus primeros poemas fueran torpes hasta la ignominia siempre que brotaran espontáneos como un castillo de hongos buscando la luz; el don acabaría por imponerse y ya vendría, con el tiempo, el abandono vigilado que exige la creación poética. También sintió, muy pronto, que su obra sería trascendencia del drama interior; que en poesía, cuando el infortunio nos toma por su cuenta, es fácil restituir al mundo oleajes de indecible amargura; y eligió la Fundación del entusiasmo (título de otro de sus libros), la búsqueda de absolutos, para contribuir (tarea más ardua) a la felicidad merecida por todos. El poema confesional le parecía una fácil descarga de enorme pobreza; sabía que el ser sólo puede enriquecerse cuando sale de sí mismo para indagar el universo, lo otro y los otros, e incorporarse una experiencia que aumenta su esencia y lo transforma. Por un momento, el poeta quiso ceñir la inspiración a una disciplina y se adhirió al grupo de los “poeticistas”, fundado a principios de los cincuenta por Eduardo Lizalde y Enrique González Rojo (entre otros). Este movimiento pretendía racionalizar en forma “científica” las técnicas que permiten crear imágenes poéticas. Pero si M. de O. conservó de aquella experiencia el gusto por la claridad y la originalidad de la imagen, pronto rechazó una mecánica que inhibía a la inspiración, nuestra única manera congénita de volar. Desde su primer libro, M. de O. asombra a los críticos por la facilidad con que brotan y se acumulan en sus poemas las imágenes más inéditas. Pero los críticos no ven entonces más allá de lo que llaman “exuberancia imaginativa” del poeta. Hay, en efecto, sobreabundancia (Al diablo con las ornamentaciones y las normas de severidad, admitirá M. de O. en un texto muy posterior). Pero la proliferación de metáforas no es gratuita: una secreta correspondencia la justifica y articula. Simultáneamente a un viaje de ida, a una inmersión en el todo y una percepción asombrada de cuanto nos rodea, se produce ese brote incontenible de imágenes por el cual lo percibido se vuelve digestible, i.e. subjetivo, y en viaje de regreso puede entonces alimentar al espíritu. El poema cuaja en el punto de coincidencia de dos “revelaciones” (o certidumbres estrictamente poéticas): la de la coherencia y la armonía presentes en el universo tras la apariencia caótica que le confieren la riqueza y la diversidad de las cosas, y la de la armonía y la coherencia que alcanzan las asociaciones aparentemente más arbitrarias de la fantasía ya que por ellas, al andarse por las ramas, el poeta llega a su propia penetralia. En el nivel inmediato, el tejido de imágenes del poema entrega esa coherencia como movimiento, como oleaje que prospera en un sentido único. En un nivel de mar de fondo, como función del deseo de expresar las grandes urgencias con que el hombre avanza hacia su propio centro. En el primero de estos niveles, aun cuando cada imagen tiene el valor de un hallazgo y puede ser leída por separado, sucumbimos al efecto incantatorio del torrente ininterrumpido de imágenes y el poema tiene ya, por lo menos, la consistencia de un clima sostenido. También percibimos que su unidad está menos en su secuencia anecdótica que en la complejidad de enfoques y estímulos que la suscitan. En el nivel subyacente, el texto se entrega a una lectura más atenta. En todo aquello que brota en la metáfora, los seres vivos o la piedra o el cielo o la estrella, todo un mundo visual, terrestre y aéreo (articulado por el deslizamiento de algún símbolo, como el del colibrí-Cristo en el que se aúnan la tradición indígena y la cristiana), la realidad se anima, se espiritualiza; se unen, como los bordes de una herida, los del abismo que separa realidad e imaginación, y nos preguntamos quién sueña a quién, si es la fuerza del sueño la fuerza del sueño la que transforma herraduras en anillos de Saturno, o es el turno de la realidad/ y a ella le toca vendarse las pupilas/ adivinar a quien la vive. La suma de esas metáforas, de esos poemas, es además la primera parte de una metáfora cuyo segundo término es el hombre. Y en el centro de esta totalidad, platónicamente, está la metáfora del recuerdo; ser es recordar, ir a las fuentes, al origen, a la leyenda. Para llegar a sí mismo, M. de O. hace lo que Gabriel Zaid llama “lo contrario de ir donde se va”; necesita espacio y lo abre —en el poema largo; en un notable ensanchamiento del vocabulario poético que no hace concesiones a ningún gusto preestablecido; en la pluralidad de sentidos que tienen las palabras. Hasta aquí la imagen de M. de O. que se impone, en mí, a otras imágenes más “históricas” o más “accidentales” —lo cual no significa que el poeta se haya instalado en ella ni que sea yo ciega a los cambios que van enriqueciendo su obra, a la inquietud que lo lleva a explorar nuevas formas, a la sensibilidad que lo hace estar alerta a solicitaciones más temporales que la de recuperar, en la consagración del instante, una dicha que también es la única versión a nuestro alcance y a nuestra escala de la eternidad deseada. Hay en M. de O. una apertura y un ahondamiento progresivos de la subjetividad. Como lo señala Ramón Xirau, no se encierra en el solipsismo: su “subjetividad puede y debe entenderse como forma de la comunidad. Ser subjetivo, por decirlo cerca de Kierkegaard, es ser subjetivo hacia los demás”. Si M. de O. piensa que la poesía es aditivo esencial del orden viviente, elemento añadido al ser, es cierto, pero que una vez asimilado aumenta su misma esencia, quiere compartir esta experiencia, no sólo con el “tú” de sus poemas de amor sino con todos los hombres. Hablé antes de solicitaciones “históricas”: su desazón ante la condición humana lo ha llevado a veces a escribir poemas como “A bayoneta calada”, o los dedicados a Allende, el 10 de junio, el Che Guevara. También llamé “accidentales” esas solicitaciones: los recién mencionados no son ni sus más frecuentes ni sus mejores poemas. No caen, sin embargo, en las fáciles concesiones del manifiesto político, e ilustran así una convicción de su autor: lo absurdo de abaratar el contenido poemático en función del supuesto bajo nivel de las masas, ya que la cultura diluida y adaptada a finalidades bastardas no interesa a nadie. Otro terreno en que la evolución del poeta es visible, es el de la búsqueda de una mayor concisión del lenguaje. Tiene ésta felices resultados desde Las fuentes legendarias y Pedir el fuego, hasta los textos mejor logrados de Se llama como quieras y Las constelaciones secretas. La siento, en cambio, más “programada” en Lugares donde el espacio cicatriza, un ensayo de poemas visuales acompañados por “antidiscursos” que los comentan y que frisan en la escritura automática. Este libro deja abiertas algunas dudas: ¿qué ilustra a qué: los textos más convencionalmente “escritos” a los visuales, o viceversa? Los comentarios —lo que las propias invenciones sugieren— podrían indicar una suficiencia de poemas “concretos”, aunque el autor aclare que son creaciones paralelas a éstos y no explicaciones. Y las soluciones gráficas no son ni impecables ni lo bastante sorpresivas como para justificar la insistencia en una aventura que ha perdido novedad. El libro habla, en todo caso, de las inquietudes de M. de O.; es para mí una “curiosidad” que éste puede darse el lujo de incluir en una obra sólida, sin que ésta pierda nada por ello. También me parece “accidental” en el balance del que brota la imagen definitiva del poeta. Quiero señalar, por último, la ampliación del repertorio de tonos que se produce en los últimos libros de M. de O.: inclusión más frecuente del humor, indecisión, decepción y aun afán de olvido; pero sobre todo lo que podría parecer una infiltración progresiva de la duda. El escepticismo, visible ya en sus primeras obras, estaba neutralizado sin embargo por el fervor de la “plegaria”, por la fe en la bondad humana, por la convicción de que no ha muerto la inocencia, de que siempre se gana, de que no se pierde. Después, el feliz frecuentador de abismos parece no fiarse ya del todo de su paracaídas de imágenes espléndidas. Por ello, tal vez, se vuelve menos visionario y más introspectivo; deja que lo conozcamos decepcionado, triste, capaz de reírse de sí mismo, dispuesto a caer. Pero la duda, a pesar de todo, no llega a minar su confianza en la poesía: si el hombre se muere de resucitar en vano, puede transformar la gratuidad de la existencia en fiesta definitiva. La aceptación de la caída es en M. de O. la de un Ícaro que añade más papel a las alas de Leonardo y sabe, al menos, que lo que escribe en ese papel no se borra.
Ulalume González de León
Marco Antonio Montes de Oca (1932), obra poética: Ruina de la infame Babilonia (1953); Contrapunto de la fe (1955); Pliego de testimonios (1956); Delante de la luz cantan los pájaros (1959); Cantos al sol que no se alcanza (1961); Fundación del Entusiasmo (1963); La parcela en el Edén (1964); Vendimia del juglar (1966); Las fuentes legendarias (1966); Pedir el fuego (1968); Poesía reunida (1971); Se llama como quieras (1974); Lugares donde el espacio cicatriza (1974); Las constelaciones secretas (1976). * Todas las frases o palabras subrayadas son de M. de O. (prólogo a Poesía reunida o citas de sus poemas).
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COLIBRÍ, ASTILLA que vuelas hacia atrás De Poesía Reunida |
A la custodia del reino natural
Termina la hilandera con su hilo *
No importa, de veras no importa adivinar
en este momento para qué sirve la cabeza; no importa dónde nos pongamos el sombrero, no importa si me tomo una cucharada de perfume en vez de la medicina de las cuatro. Algo terrible pasa cuando los dioses demasiada confianza nos otorgan, cuando los hombres vuelan, queman, encabezan terribles minerías; sombras de materia igual vomitadas por distintos cráteres. Al arribo de la noche el tigre se ha manchado por completo, ruedan los huesos del lecho, malheridos, y ya nada quiero en esta fúnebre extensión que ofrece una guadaña para cada hormiga. Nada, ni relucientes arados para quien ha terminado el surco con las uñas, ni la sarta de águilas en el cuello de la estación degollada, ni cortinajes de cascada en el umbral de un paraíso demolido. Sólo quiero la rebanada aleteante de un crespón, murciélago de trapo anunciando muerte a la entrada del planeta. Sobre los túneles que como una boa de argamasa parecen devorar al ferrocarril, y en todas partes, en cada pie de ciempiés, en cada anillo del gusano, en los hoyos del salero, en cada hexágono de la piel del caimán, entre el filo y el resto del cuchillo, entre la alfombra y la madera polvorienta, se encuentra la señal que nos veda el paso, el tatuaje floreciente que azulea incendiando la transparencia y volviendo suya nuestra piel. Y cerca del invierno donde he plantado hierba demacrada y expuesto llanuras a otras mortales palideces, pasa el serafín comido por sus alas, pasa el hombre que es una hebra más, un rabo en la agitación de estiércoles, un blanco, un abisinio más contrario al ala. Mi mano ya es comba todo el tiempo, pide intensamente lo perdido, tal escudilla que pongo bajo la luna generosa, desarmado y triste, mientras mi suerte se esconde en un seto gris tupido de ásperos fantasmas. ¿A dónde vamos, alma, cuerpo, siameses unidos por un tridente, si un sol atizado con miradas apenas nos sostiene? Día vendrá en que a fuerza de cargar el cuerpo terrible de la belleza los hombres del crepúsculo cedan. Será el día en que los hijos nazcan a pocos minutos de los padres y con los cartílagos todavía muy endebles asuman su puesto en las barricadas. Bajo un rayo lento o una estalactita sin prisa por el suelo, la madurez para la muerte nos oprime. Y entre todos, el afanoso demente civilizado descuella por su fervor al fuego negro: por los intestinos de cristal del alambique se interna, por los agudos túneles del serpentín se desliza; todo lo investiga el minucioso infame, busca la cuadatrura del milagro en la vacía infinidad tranquila; a bordo de cabalgatas lunares se desplaza, hurga entrañas de la constelación remota y aún más allá: donde ni baldosas de viento existen ni existe el grueso blindaje de los conquistadores, ni grutas que el silbo de una distante flecha desmorona. Y mientras revientan sin explosivos los continentes y una roja escarcha de jueves santo hiere el muro tibio de las frentes, tú, afanoso demente, necesitas más: blanquear nuestras venas con la harina que a los gusanos embellece y ver si en Marte son posibles nuestras tumbas. Tal una procesión descontenta de difuntos cambiando su definitiva muerte por otra, en apariencia más profunda. Pero todo esto es cosa del diablo de la palabra. Del omnímodo diablo que en las infinitas recámaras de arena se recuesta para urdir cepos llameantes, húmedas mazmorras empapeladas de lama, trampas de poderosas sílabas y cerrojos, helados rascacielos de palabras. El discurso patrulla el aire con su invisible langosta de sonidos y con pájaros que por falta de espacio, turbiamente, unos a otros se acuchillan con las alas. La palabra está ennegrecida como el pasamanos que las razas frecuentan. Manoseada, cargada de creencias, lustrada hasta la desaparición de sus bellísimas láminas de esplendor, se hincha la palabra como un huesudo armario que en vez de camisas contuviera larvas como puntas de taladro para ahuecar el corazón de la luz. ¿Y para esto, sólo para hincharnos de huecas promesas escribimos sobre el vidrio más enrarecido y desechamos la pluma quebradiza, el gis del alcatraz, y usamos en su lugar la garra viva de alguna pantera, el mástil de naves imposibles, la piedra más entusiasta del cráter más furioso? ¿Sólo para que las trompas de caza no fueran presentidas por el ciervo y creciera la traición y nuestras más sagradas heridas se voltearan para mordernos, hundimos el relámpago en la yugular de una noche que duraba demasiado? Sí, nada más para el olvido hemos escrito, nada más para el olvido hemos atrapado lucientes migraciones con la sombra del muñón y dispuesto que nuestra mente sea un eterno invernadero de centellas y un secreto hospital que envarille las patas de la garza rota. Para eso nada más, para soltar andanadas que nadie escucha hemos descuidado el jardín de nuestra casa, el gozo entre recién nacidos, cuyas manos tan breves, pueden jugar a las canicas con los frutos del pirú, cuyos cuerpos tan breves, pueden refugiarse en una hoja de parra como detrás de un biombo. Todo fue tan inútil como adornarse con satélites de humo y con las negras palabras inconsistentes; fue ensangrentarse la cara con betún, fingir, emplumarse el cabello con aureolas enmohecidas y rajar las perlas en busca de un tesoro más hondo. ¿Te acuerdas? Luciérnagas había que deslumbraban al incendio. El aguacero caía sobre el barco de papel sin desdoblarlo y vanamente sola, triste, nunca vuelta sobre el hombro y orgullosa, al compás de ciertos címbalos la doncella daba clases de frialdad al páramo sin que el fervor de sus amantes decayera. Ahora, en cambio, gimen estatuas acribilladas por la nieve; dondequiera hay, existe, la conspiración de ruiseñores en voz baja. Pero el mar conviene a todos. * En el mar la voz comienza por el eco. De Poesía Reunida |
III
No en palabras de amante que el tiempo vuelve De Poesía Reunida |
Visión sobreviviente
Bullían bajo tu almohada las estrellas De Poesía Reunida |
La despedida del bufón
Se ajaron mis ropas de polvo colorido, De Poesía Reunida |
El ave desertora
A mediodía visito al porvenir De Poesía Reunida |
En esta mano flota el pez
Pasa el peje espada, De Poesía Reunida |
Grandes peligros has pasado De Poesía Reunida |
Propagación de la luz
En sí misma la luz es casi nada; 1965 |
Consejos a una niña tímida
Man be my metaphor Me gusta andarme por las ramas. No hay mejor camino para llegar a la punta del árbol. Por si no bastaran, me da náuseas la línea recta; prefiero el buscapiés y su febril zigzag enflorado de luces. Y cuando sueño, veo frontones apretujados de joyas donde vegetaciones de relámpagos duran hasta que enhebro en ellos conchas tornasoladas en el más profundo gozo. ¡Al diablo con las ornamentaciones exiguas y las normas de severidad con que las academias podan el esplendor del mundo! De Poesía Reunida |
Las manos Para mi hija Gabriela Amo estas manos. Destinadas por Dios para concluir mis muñecas, también son las privilegiadas que te acarician y tañen. Ante unos ojos las desperezo. Elevo el dedo meñique, tallo para la luna, espiga rematada en coraza de cal. Elevo otro dedo, el cordial y, ya con ambos en movimiento, diseño para mis hijos, en un muro de pronto habitado, animales de vívida sombra. Los niños se asombran de que existan burritos negros capaces de correr por llanuras verticales, por la escoriada pared donde hasta hoy sólo moscas han reinado. Ellos están contentos de ver unas manos que contienen tantos animales como el Arca de Noé. Con esas manos entreabro el higo más dulce; cojo al pez en la curva de su rizo relampagueante. A veces mis manos llegan a juntarse tanto que entre ellas el cadáver de una plegaria apenas cabe. A veces las arrojo al espacio con tal ira o alegría que no me explico por qué se quedan enclaustradas en el ademán; no me explico muy bien por qué no vuelan.
De Poesía Reunida |
El pan nuestro de cada día
Bajo la comba encapotada apenas hay uno que otro De Poesía Reunida |
Pedir el fuego Un poema escrito para que lo lea por La primavera interna De Poesía Reunida |
Saber una cosa Para Antonio y Margarita González de León Entre catacumbas tanteo De Poesía Reunida |
Soy todo lo que miro
Huellas y más huellas De Astillas |
Pausa
Interrumpes tu llamado De Se llama como quieras |
El sonido y la furia
Blancura sobresaltada: De Se llama como quieras |
Fatalidad azarosa
Si un rayo cae De Se llama como quieras |
El movimiento es perpetuo
El pasado no muere con los muertos De Se llama como quieras |
New York cut Para Ramón Xirau Puedo ver al silencio De Se llama como quieras |
Otra naturaleza
Pasa de largo De Se llama como quieras |
Comparecencia
Araña de tristeza De Se llama como quieras |
Retrato
Las claridades parpadeantes De Se llama como quieras |
Siseo
Ni palabra ni garabato De Las constelaciones secretas |