Los dibujos del muro
De lámpara a lámpara, de día a muerte, con plegarias de raíces que se desprenden, el fuego de los rostros se reparte a lugares hambrientos que aúllan, a labios que los conjuran con nombres de ídolos, habitaciones, ataúdes, hoteles del sol como un brazo de mar tendido hacia las supersticiones y el olvido. Rostros que llevan más lejos que cualquier camino, se incendian entre los tapices, jalonan los bordes del mundo. Rostros hacia la tierra como un muerto, hacia la noche como una linterna, hacia el alma como una galaxia de pasión, viudeces, romances agrios, climas, separaciones. Rostros barridos por el viento pero cuyos hechizos retornan como un zodíaco de piedras palpitantes, cuya ternura cruel desliza una amenaza de paisajes, un ondular de sábanas y humos, voces entrelazadas a la geografía y al sacrilegio, tinieblas del corazón de los muertos, expresiones de cópulas, amaneceres pasionales, bocas lluviosas que exaltan la intemperie, sonrisas entrevistas como una brasa instantánea sobre la palma viva del instante. Facciones de naufragio en el infierno adorable de las superficies, entre las inspiraciones súbitas de lugares que se evaden con sus sílabas de esperma, su clima de flores migratorias, astros, y sus cimientos errantes fundidos por las lágrimas. Rostros vampiros al olor de mi sangre. Rostros de espuma contra el filo de Dios, de un dios de concha de tortuga y de pedernal de tótenes, oh bellos rostros sin otro juez que sus gestos, pintarrajeados con los aceites de la tierra, nuestros únicos trofeos sobre el derrumbe inacabable de los elogios, entre las frustraciones embriagadoras de nuestras vidas. Ahora que brillan en su carne bajo la aurora de sus cabellos, ahora que desnudan sus facciones eternas entre los tesoros humeantes de la cosecha.
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