Guillermo Fernández |
Nota introductoria |
La poesía de Guillermo Fernández se distingue por la condición perdurable de sus imágenes y por cierta suntuosidad verbal que en ocasiones toca las superficies desaforadas del delirio, como en una suerte de pérdida de control que termina siempre por convertirse en triunfo sobre el material vital que la sustenta. Sus poemas en prosa preceden de alguna manera a buena parte de las corrientes experimentales de poetas de generaciones posteriores a la suya. Desde Visitaciones (1964), este poeta demarca sus ritmos, pule sus instrumentos expresivos y, donde encuentra la savia o la sangre, hinca su visión para extraer la encendida palabra que anima a las sombras, los sueños y los deseos. Toda su obra, pero particularmente La hora y el sitio, está poblada por seres mitad reales y mitad imaginarios con los que juega a recobrar y perder, alternativamente, los discursos del silencio, los ambientes en que se han transfigurado el amor, la soledad, el misterio de la existencia. Hay aquí algo de religiosidad que se quiere liberar de los imperativos accidentes del conocimiento. ¿Qué formas adopta este rescate, esta pesquisa de lo trascendente tras lo cotidiano? Para Guillermo Fernández el color, la textura y el volumen de cada palabra están envueltos en las leyes de un meta-lenguaje que no se detiene ante nada. Todo lo dice, todo lo recoge como si se tratara de joyas ardientes. La sabiduría verbal de Fernández, su dominio de las mínimas oscilaciones del significado, su incorregible vicio de la exactitud, son para el lector auténticos paraísos donde surgen las más raras voces, los más altos frutos del tiempo fugitivo. Su mundo se complica hasta lo indecible, pero si en él se entra dispuesto a desentrañar su misterio, el que lee vive, literalmente, la experiencia luminosa de una poesía que creíamos desaparecida. |
Mariano Flores Castro |
Nocturno por un silfo ¿Qué extraño aire viene a henchir de signos a esta tu soledad que hiere como un remordimiento incurable? ¿En qué momento la rosa desnuda el sentido del incendio, abandonándote, a la buena de Dios, en esta boca de lobos que no dice la palabra que te invento? Dime, hermano invisible, el nombre del camino en que extravías tu rastro. Dime cuál es el cuerpo de mi sombra, la fidelidad antigua que te ciñe en todos los rincones de esta noche —huérfana rama de pájaros—; el asedio sin fin a la orilla de esta luz que no se toca con el pensamiento y aventura la huella de tu nomadía. Dime la espiga que se guarda el agobiante cuidado senil de la madre que invierte ensueños y ternuras en el unigénito atardecido entre sus manos. Dime el santo y seña con que aprehenda la estatura nocturna de tus besos, la deslumbrante geografía que he visto en el floreal mapamundi del sueño. Seré el color que abra la puerta de tu laberinto en primavera, la nota que enhebraba el suceso de los juegos más tiernos y remotos. Seré el calendario que vaya nominando, escaño a escaño y sin tregua, la escala inexplorada de tu sangre. Oigo tu paso perdido entre la noche. Mi voz no tiene más patria que tu oído. De Visitaciones |
Palinodia Flota en la memoria la sombreada humedad que penetra las cosas sin olvidar un sólo espacio virgen, contagiándolas de un peso desconocido. Se piensa que las flores caen de sus pequeños campanarios de colores cuando el viento las derriba con arietes invisibles, o que las piedras, fingiendo un retiro sagrado, rompen la quietud de sus estancias al impulso de una señal indescifrable y demoniaca, que viene de la tierra a derretir la parálisis difícilmente duradera. En la encumbrada soledad del aire incompartible alguien se orilla a nuestro oído a secretear que no hay nada más cercano que aquello que pensamos desconocido. Se aviva el gesto del sueño vigilante en nuestras manos, disolviendo las islas de la realidad anémica, y se desata una corriente en el cuerpo de todo lo que habrá de venir a gritar desconocidas evidencias, a fundar en espacios descubiertos el ala más callada que abre su vuelo en la entraña de lo existente. (Acudiría la calle provinciana si el olvido descuidara el ritual oficio de su celo. Volverían a urdir los enrejados las sombras cedularias; el ventanerío insomne, velado por blancuras sospechosas, defendiéndose de la luz como de una ofensa que tarde o temprano debía de ser padecida. Irías en ella como por un río de riberas hostiles, adivinando miradas enemigas, acechos rencorosos y el hurto a sovoz de una libertad sedentaria y engañosa. Ahondaría en tu paso la aceleración que precede al salto del aullido repetirse en la sombra; escucharías el rumor del lentísimo desgaste de la alfombra bajo unos pies en fuga perpetuamente fracasada. Encontrarías tu nombre en un jarrón coronado de epitafios; la esbeltez de los aromas marchitos en un pañuelo secretamente guardado. Sabrías la duración de tus ausencias si bajaras a los círculos de sombra labrados por el llanto y ardores solitarios de las doncellas agostadas por el infierno virginal; sabrías la detenida madurez floreal en los bordados de las almohadas estérilmente blancas, devoradas por una frialdad incurable.) Nada queda de ello sino el albor fiel de una posibilidad de olvido remoto… Ahora sabes que todo regresa a decir la existencia de una desaparición inconforme que se adhiere a la piel y reseca la voz con avaricia. Sabiente de que nada ocupa el sitial de lo último, reconquista escondrijos usurpados que reclaman sus destinos, para siempre. La palabra se reenciende en la tibia humildad de los rescoldos, llena las sienes, anubla el paso por venir y se difunde por los hondos laberintos de la sangre, alimentando la resurrección de lo que no muere nunca del todo. Aquí está —aparentemente petrificada en los caminos del tiempo—, humedeciendo la osamenta quebradiza del primer encuentro, reedificando el muro de la hora palmo a palmo y extendiendo una alfombra de piedra en la herida fresca de la calle que escapa a un horizonte de colinas coloreadas por la lejanía. Todo sobrevive igual en la pobreza. Escalarás el viento hasta aquel alto nido de palomas y sentirás de nuevo en tu pecho el relámpago azul que descendía entre los rebaños promisorios del verano; irás cobijando bajo el puño el mismo sueño, que no fue al viento, porque no hubo un viento a su medida; llamarás por su nombre a cada una de las piedras que amaste como a tu propia vida y les preguntarás de lo acaecido durante tantos siglos de ausencia. Sabrás —al fin— si aún es posible llevar una vida pasada entre los brazos, como si fuera un ramo de amapolas. De Visitaciones |
Fugacidad Aquella última burbuja, la que vive de tu aliento limpio y suave ¿adónde irá? Venial y liviana, un soplo apenas de tu irisado abril, obedece la voluntad del viento, inconsciente de su hermosura y de su perfecta humildad. Un instinto sabio la conduce entre tantos rencores implacables, eludiendo aleros, muros, umbrales surtidores de la entraña enemiga y secreta. Mil asechanzas la miran pasar, cumplir la eternidad relativa de todo lo que es hermoso, y tan leve, que una mirada impura la destruirá. Aire, vivirá en el aire lo que el aire quiera. Dejará de ser tan pronto y silenciosamente. Ese aliento tuyo, la existencia en su forma perfecta, la transparencia de su pensamiento y de sus actos ¿adónde irán? ¿Y por qué? Simple en su verdad ¿qué mortal extrañeza invadirá su vida intocable al diluirse en ese otro mundo que no vemos sino a través del dolor, que nos aplasta y persigue a donde vamos? ¿Con cuáles ojos mirará su desamparo? Algo de ti desaparecerá con ella. Algo en lo más hondo de mí se rompe y abre un vacío que ya nada habitará. De Visitaciones |
Esquema de viaje (II) Entre nadie, la playa silenciosa De La palabra a solas |
Ahora este silencio A Thelma Nava I De La palabra a solas |
Hablando a Cernuda "…y con sueño se volvió I Primer aniversario, noviembre de 1964. |
La palabra a solas
De La palabra a solas |
Esquema de viaje (I) Sino la noche. De La palabra a solas |
I Que se abra pues esa ventana De La hora y el sitio |
II Clemente I
Deja que el amanecer romano entre a la orfandad 23 de febrero de 1973 |
III
No me lamento porque existe, sino porque no existe. 10 de septiembre de 1971 |
IV
Ocho años de silencio sobre ti noviembre de 1971 |
IX
Un buen momento de esa tarde en el bosque
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Quiero decirlo aquí
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Otra vez con los ojos abiertos 31 de mayo de 1973 |
Discurso en homenaje a Heráclito
I De La hora y el sitio |
Por principio
Ya es tiempo de que vuelvan todas tus palabras Del libro inédito Bajo llave |
A un muchacho desconocido
De abril el paso De libro inédito Bajo llave |
Al jóven crítico que quiere servir en las cortes
Naciste con el alma de perfil Del libro inédito Bajo llave |
Las tazas de café
Antes de que el agua del café De libro inédito Bajo llave |
El poema de amor que me pediste
Entre tus piernas me disfrazo de Asno de Oro Del libro inédito Bajo llave |
Ninní
Siempre al atardecer giras la llave Del libro inédito Bajo llave |