Carta a Jean, en Tolosa de Francia, que acaba de pasar por mi tierra
Querido amigo:
Cuánto lamento que debas postergar tu viaje a París. Estoy ansioso de hablar contigo, de escuchar de tu boca..., de saber que la tierra es la misma —si todavía es roja, por ejemplo—, si ha cambiado la luz que desciende del cielo con los pájaros del amanecer. Necesito refrescar el olor de la tierra mojada, el de la madera mordida por la sierra, el lento olor del humo, el olor del atardecer. Recordar los reflejos del río que me nadan a contracorriente. Saber si los amigos —la gente— que dices haber visto existen en verdad, o sólo son fantasmas que bogan a la deriva en el naufragio gris de mi memoria. Sabes por qué te lo pregunto. Hace dos años, un día de octubre como éste, yo estaba en una celda de la Policía de Investigaciones (calle de Presidente Franco, en Asunción del Paraguay, cuna de la Libertad de América). Los cuervos se cebaban en mí, apenas un trocito de la entraña dolida de mi tierra escondida, mientras afuera —ahí cerquita, en un lugar inalcanzable— ardían los lapachos, que habrás visto explotando entre el verde y el verde de septiembre.
Después, me cegaron la luz, los lapachos, el río, los pájaros, el pasto, la sangre de mi tierra.
Querido Jean, yo necesito hablar contigo para saber si todo todo esto y aquello es en verdad reflejo de mi memoria herida o si sólo se trata de alguna pesadilla febrilmente soñada entre lobos y medianoche.
Y necesito, además, hablar para no ahogarme...
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