Conversaciones con Revueltas
Esta tarde, y desde hace cinco días, pienso que sólo la lluvia podría llegar hasta tu cuerpo endeble, averiado por una y otra destrucción de cirugía, reducido a cuarenta y tres kilogramos minutos antes de tu muerte. ¿Cómo hablarte, entonces, con qué lengua de cal, y así no ácida, encender las dos o tres palabras que nos reconozcan? Nunca te vi junto al mar, sino en los sótanos, frente a cinco compañeros o entre la multitud de octubre. No importa ahora esta forma sorda y sórdida del diálogo: siempre estuviste encerrado, hoy un sarcófago, una cáscara antes, las prisiones o un cuarto, la botella de ron, las discusiones ásperas y largas en las que jamás nos oíamos, siempre. La lluvia, aguda espada de ruina, entra tan espantosamente como un alfiler emponzoñado en el corazón. Llueve, José, lo mismo que otras veces. Lo mismo que otras veces, el hueso ya destruido, el árbol y su tórax congelado. Otra vez, igual que ahora, oíamos a mitad de la lluvia un oboe y un lamento. “Ésta no es música para charlar, escuchamos o discutimos.” Y una vez más las palabras espesas y el alcohol y tres voces y un grito y los perros, los árboles dulcemente cansados, como huérfanos que buscaran, igual que tú, calor. Igual que tú, en los tranvías y en las calles, los árboles se derrumbaban, dormidos. “La muerte es maravillosa. En el momento de morir presenciamos la transición de una frontera a otra frontera increíble. La muerte es privilegio por excelencia de la materia humana.” Desesperado por no encontrar trabajo, Pedro Bárcenas Huítzil, de treinta años de edad, se suicidó comiendo un pan con raticida. La lógica de este sistema es de una simplicidad brutal: el represor inactiva la transcripción y, a su vez, es inactivado por el inductor. De esta doble negación resulta un efecto positivo, una afirmación. La lógica de esta negación no es dialéctica: no conduce sino a la simple reiteración de la proposición original, escrita en el código genético. Es cierto que dudabas, tú el perseguido, el inconforme, el prisionero, el que escribiste sobre una patria muda, tú el expulsado, tú el que dijiste: “Soy el responsable de todo.” ¿Qué hemos hecho de ti, ahora? Apenas puedo creer que sólo seas esa imagen atroz, imperceptiblemente estatua, un gesto blanco. Porque tú también propusiste una cacería contra los dogmáticos, ensoberbecido de humildad, violentamente un santo que deseó morir y arrastrarse hasta las vías del ferrocarril y mansamente tenderse como un perro, igual que un perro, con objeto de que esa masa enorme, ígnea, tranquilamente aplastara tu cráneo, ese cráneo las últimas veces fatigado, apenas suavemente colérico, sólo en ocasiones irritado. “Me mataría, si no me detuviera el dolor que provocaría en los seres que me aman.” Bebías entonces para destrozarte. Horas enteras luchábamos para darte dos cucharadas de caldo, un puñado de arroz, un pedazo de queso y tú te gastabas en silencio. “El acto sexual es un acto típicamente mortal”, o sea, una destrucción ¿Acaso tenías miedo de dar alguna parte de ti y en el acto de amar se desprendía un tóxico y la vida? El obrero Juan González, desesperado por no tener con qué alimentar a sus hijos, estuvo a punto de morir porque acudió a vender, cuatro veces en una semana, casi toda su sangre al Hospital de Urgencias. La lógica de este sistema es de una simplicidad brutal: la física nos enseña que, salvo en el grado cero, límite inaccesible, ninguna entidad microscópica puede dejar de sufrir alteraciones de orden cuántico, cuya [acumulación, en el interior de un sistema macroscópico, alterará la estructura, de modo gradual pero inexorable. Por eso eran cada vez más delgados tus brazos, más intransitable tu tos que arrancaba verdaderamente pedazos de raíces y bronquios averiados; y tu páncreas, tu hígado destrozado (como si fueras un pequeño y moderno Prometeo, comido por el pico del alcohol, único buitre capaz de corroer tus intestinos y herir cada una de las células de tu dañado organismo). “La clase obrera mexicana ha carecido, hasta hoy, de su vanguardia. El gran organizador de derrotas, el extraño monstruo bicéfalo, también llamado Rey Midas de la muerte”, es incapaz de transformarse; “construiremos una nueva organización revolucionaria”. ¿Por qué olvidaste luego estas palabras? ¿De dónde salió la sombra? ¿De dónde, digo, brotó esa mano de huesos sólo y que atrapó tu lengua y la hizo pasto y polvo y pesadilla y hambre? En la sierra del estado de Guerrero, los padres cambian a sus hijas menores de edad por guajolotes, gallinas, corderos o conejos. La lógica de este sistema es de una simplicidad brutal: los seres vivos, pese a la perfección de su maquinaria, que asegura la fidelidad de la traducción, no escapan a esta ley. La muerte de los organismos pluricelulares se explica por esta acumulación de errores accidentales de traducción que degradan poco a poco, de manera fatal, la estructura de los organismos. De modo que es eso solamente, José. Por esa razón estás ahora dolorosamente incrustado, como una semilla espantosa que no germinará jamás porque el sarcófago impide todo movimiento de putrefacción y vida más allá de sus límites. Llegó un momento en el que tus células no pudieron ya más con el peso de su propia reproducción y todas las que mantenían la cantidad normal de azúcar en tu sangre, las que contribuían a la eliminación del alquitrán en tus pulmones fallaron o siguieron una ley necesaria e implacable: la del error. “La nueva contradicción aparece de modo necesario como una correlación entre superestados nucleares en su conjunto. No distinguimos entre la Unión Soviética, China o los Estados Unidos.” Apenas puedo escuchar entre tantos acentos uno tuyo. No podíamos comprendernos más. Cualquier punto tocado era como una llaga purulenta, un muro seco, un polvo duro, más pesado que el viento; como si la garganta, el esófago, la lengua fueran sólo de yeso y produjeran sonidos blandos pero ni una frase que tocara en verdad el oído del otro. El 18 por ciento de la población latinoamericana, o sea, entre 45 y 50 millones de habitantes, vive por debajo de los límites de indigencia, mejor dicho: muere de hambre. La lógica de este sistema es de una simplicidad brutal: esta ley determina una acumulación de miseria proporcional a la acumulación de capital; lo que en [un polo es acumulación de riqueza es, en el polo contrario, acumulación de miseria, tormentos de trabajo, despotismo, ignorancia y degradación moral. ¿Únicamente el azar se encuentra en la base de toda novedad, de toda creación en la biósfera? ¿El azar puro, solamente el azar, la libertad absoluta pero ciega, en la raíz misma del prodigioso edificio de la evolución, hace que todo sea posible? ¿Hará el azar, o el error, que una muchacha vibre como un corcel herido? ¿Alguna ley obliga a los amantes a que sean “dos náufragos adentro de un tenebroso y encendido océano, agitados por una locura animal, combatientes hasta el exterminio, con la furia más tierna y enemiga, con la prisa más lenta y amorosa”? Debo decir: no sé, no sé. Debo decir: te quiero con un dolor extraño y mutilado, como podría tal vez amarse el pedazo de mano que nos falte, la porción del encéfalo más roída de luz, más hambrienta de sombra. Oigo el rumor del río y un eco de nostalgia vegetal invade el cuarto: otros días, otras voces, la medida y la lucha, la necesidad dolorosa del amor y el amparo. Mi lengua ya fue de cal, tu cerebro ceniza, quiero decir residuo de combustión y llama inapagable.
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