Diálogo del parto y la vejez
¿De dónde, desde adentro, viaja la mano de madera que toca el rostro ajado, el pergamino? Atrás del cráneo se levanta la máscara. En el espejo queda una mueca roída. ¿Quién sonríe entonces desde el azogue ciego? ¿Quién se acerca a nosotros con un hielo en los dedos y toca la falange apenas de mi mano izquierda? Un hombre desnudo, casi mono, trabajosamente destacado de la geografía. Su mandíbula inferior, casi completa. Fue omnívoro, tenía 25 años de edad cuando murió, 600 mil años atrás. El hielo es anuncio, tormenta. La boca tiembla ya de frío y demencia. ¡Qué peste, qué desorden! El brazo brota desde un hombro falso. La pierna está en el pecho. Es la espalda la que incierta ríe. Se adelgaza el espacio entre el espejo y yo. Zumba ya, extraña, la abeja de la muerte. Con él vivieron tigres dientes de sable, hipopótamos, elefantes que se bañaban en el lecho de este mismo río. (Por entonces fluía 300 metros más arriba.) Fue ahí donde murió, atrapado quizá por un derrumbe, pues la falla geológica africana llega hasta aquí, en el centro de Europa. ¿Dónde vivías? ¿Quién te vio perecer? La naturaleza obra por reverencias, aun cuando destruya. Hombre, pájaro, cristal, no importa, hormiga, se derrumban un día, quizá este mismo día en que contemplo la boca equivocada de la muerte, la punzante ceniza, la mandíbula izquierda, la hemiplejía que canta sin saber por qué. ¿Lloraron tus hijos? Ni rastro de fuego o de herramientas. Quizá las fracturas de la tierra y el curso turbulento de las aguas te hicieron desaparecer. ¿Dónde quedó el resto de tus huesos? ¿Alguien te recordó, siquiera unos minutos? ¿Existía entonces la memoria? No hay huella de una tumba, quedaste abandonado como un higo seco. Hoy crecen vides en lo que fue tu involutaria, acaso, fosa. Las especies caen con estruendo, el mismo estruendo tal vez de la quijada loca que se abre en monstruosa sinfonía. La luz oscura ciega a la herramienta. Como una fuga de oro y sangre, fluye la vida desde el húmedo útero. En un orden perfecto avanza ya la niña por un largo pozo. Viene luchando contra todo obstáculo. Vence a la puerta que le cierra el paso, rompe tejidos, grita la madre con un grito cruento, el agua es dulce y la humedad es gracia. ¿Cazaba entonces cuando fue destruido? La niña llora con un hondo grito, es el escándalo azul del nacimiento. Mi padre se prolonga en esta mano, mi hija tiene dedos que vienen tras los montes. ¿Dos, acaso cinco, las mujeres que hundían sus manos en el agua? Tal vez alguna de ellas parió un hijo con tus ojos iguales. Recuerdo ahora el ronco gutural, aquellos ojos, el animal aquel, su garra equívoca, el parto, la demencia.
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