Conversaciones con Efraín
Hoy he intentado, junto al cielo destruido, hablarme, siquiera por una vez en la vida, a fondo, entender lo que pasa, sentarme a reposar y ver lo que hemos hecho de nosotros, hermano, hermano, hermano. Tu muerte me ha arrojado de bruces hasta el centro de mí y el aire adentro de mi cuerpo se vuelve de cristal opaco. Luchamos por abrir otro mundo, nosotros, simples hechos temporales o fracasos de una materia que se pudre o se seca. ¿Dónde meditar, entonces, en qué lugar donde la atmósfera sea clara, junto a qué fuego, en qué montaña abierta, del lado de qué invierno, sentarse a repasar la historia, realmente, hermano, hermano, hermano? El espacio está yermo, es sólo geometría, desnudez, extensión, está hecho de sombras y de oscuros reflejos. Hay que repasar los principios, siquiera por una vez en la vida. Y el hombre aquel quedó atrapado en una aldea deshecha. Cerró entonces la puerta de la choza y encendió los maderos: hasta la nieve crepitaba afuera. Esa tranquilidad tan frágil lo alteraba. Algún príncipe imbécil hacía sonar su corno de combate y el fragor de las armas se perdía. Pero él empezó a leer en el libro del mundo, escrito en lengua matemática. Y abrió la puerta insomne del cerebro. No puedo sentarme con esa calma europea a esperar por la aurora. Nuestros crepúsculos internos tardan mucho en llegar, quiero decírtelo hoy, aquí, en esta ciudad que odiaste y que quisiste tanto. ¿Por qué, pues, me pregunto, buscaste reposar junto al volcán, en mitad de los árboles? Hemos luchado por un tiempo que no nos pertenece. Buscamos una nueva geografía, un nuevo espacio que siempre estará lejos. Estamos desgarrados, una parte de mí siente nostalgia por lo que ha de venir. ¿Y tú? Estabas deshojado, desde el esófago a la tráquea. Es necesario emprender, siquiera por una vez en la vida, seriamente, la tarea de deshacernos de opiniones ajenas, y volvernos hacia nosotros mismos, en esta tierra árida, hurgarnos para encontrar el amor, la crueldad o la dicha. Abrir el corazón como un espejo y oír, oír, oír. O ver con unos nuevos ojos un mundo nuevo, construido con el polvo más fino, exacto, como un reloj perfecto que diera horas como frutos maduros. La sangre sería entonces indolora y el mundo entero un mecanismo lento: apenas la sombra delicada que deja el lápiz de los geómetras en un papel sin mácula ninguna. Y nosotros, Efraín, ¿qué vemos? ¿Qué mundo nuevo es éste en el que ahogan a los niños en los ríos o en la selva? ¿Qué continente es éste con los huesos partidos? ¿Qué tierra nueva es ésta si al que habrán de matar, antes de degollarlo, le dan a comer su propio estiércol? Tenemos que empezar desde la base misma. ¿Pero cómo? ¿Corriendo de aquí hacia allá, de la noticia abril hasta el avión nocturno? ¿Aquí, en la ciudad, en tu ciudad, repasar los principios, airadamente descansar y entrar en nuestro desnudo corazón? ¿Aquí? Tiene que ser aquí, no hay otro sitio, aquí tendremos que repensar los principios. Ésta será la primera piedra del edificio buscado: pienso, y por un breve instante hemos encontrado condiciones adecuadas para vivir. ¿Por qué tendrán que perecer implacablemente barridos todos aquellos que poseen un cerebro que piensa? No importa, en otro lugar y en otro tiempo, la maquinaria dulce de la vida, con la misma torpeza, hará nacer otro cerebro. ¿Acaso semejante al tuyo? Jamás. ¿En qué otro lugar, en qué otro tiempo? Serán diferentes los crepúsculos, tendrán otros acentos los idiomas. Mira, un día soñé un valle de ahuehuetes y los ríos eran un suave rumor de follajes y los sembradores apenas tenían tiempo de poner el grano en la tierra porque la cosecha estaba pronta en la espiga. Y no había esfuerzo y todo era solaz. Y el dolor no existía. Pero ese mundo estaba muerto, pues la belleza se encuentra siempre en un territorio en el que nunca habremos de entrar, en un edificio que poco a poco construimos. No hemos de admitir, por eso, nada como verdadero si encontramos un solo motivo para ponerlo en duda. Hay que buscar, pues, hasta el fondo, hasta que el cielo mismo y su horizonte se asemejen a un dibujo de Euclides. Hay que apagar colores, armonizar balanzas, establecer el orden en el mundo. Porque ahí los ejércitos parecen servir sólo para que los hombres gocen mejor de los frutos de la paz. ¿Y aquí, Efraín? ¿Tienen los ejércitos esa misma misión? Si nosotros tenemos simetría, parece la simetría de la cólera, la razón del abismo. Falso es un cielo si carece de nubes, absurda esa razón abstracta que carece de sangre. Tengo que buscarte aquí, mientras camino desde Polanco al Centro, aquí, en la Plaza Mayor o en Coyoacán, mientras se escuchan los presagios del desastre y los nuevos volcanes estallan y se cristaliza una lava que nunca podrás ver. Una mano metálica escarba adentro de mi dolido corazón. Tú buscabas un trago –mejor que un libro de metafísica, mejor una mujer que un largo tratado de estupidez sensible: las más hermosas carcajadas–. Y este país, que se agita ante el anuncio de tormentas, parece que hoy requiere que le digas, como siempre, una sola palabra, un responso, una sílaba, para que te detengas, como un relámpago en el día, hermano, hermano, hermano, y te desangres en la página, una vez más, en esta tierra ácida que precisa de ti.
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