Primera aproximación a la muerte de mi padre
Ése era el mes azul, soplaban grandes vientos. Afuera el sol se estremecía abriendo el horizonte con un gran arco de palabras puras. Adentro la noche se agrandaba hasta ocupar el tamaño de tu cuarto. hasta anidar entera en tu cerebro. Era un grito de luz la luz del cielo, pero en nosotros sólo sombra y dolor sólo ceniza, polvo, lacerante espera. En otros territorios, el otoño podía precipitarse entre las hojas. Aquí no, aquí el verano destellaba, inmenso. Arces y álamos, abetos y abedules semejaban sangre, oro ya opaco el sol caído entre sus ramas, mientras tú resistías, padre tristísimo, como una hoja seca, moribunda, viva. Te vi como una vela que se consumía. Miré cómo cruzabas el río sin ruidos de la noche, con qué paso pequeño. tal vez endurecido, atravesabas el umbral de la muerte. Imaginé también que alguien soplaba con un rencor de ciego, en contra de esa vela. Nuestro amor más completo se estrellaba en contra de esa noche lenta, la noche más oscura de mi vida. Te ofrecimos entonces un poco de nuestro aire. quién sabe cuánta sangre, mientras oíamos palabras con sabor a martirio y tu llama pequeña se apagaba. Ay padre amadísimo, yo era un ladrón en busca de palabras. Y me quedé arropado en un oscuro manto de sollozos. Pero tú despertaste desde el sueño. Ignoro cómo fue, pero con labios de aserrín dijiste: “Mira el paisaje, árido y triste, inmensamente triste”. Quizás ese paisaje que mirabas era la geografía del dolor, las miradas opacas de nosotros. ¿Qué encontraste en la penumbra larga de ese sueño? Recordé que de tu mano conocimos el mar inmenso y las grandiosas olas y también el desierto y las vastas planicies cultivadas y a tu lado, todo azoro y preguntas, caminé por crepúsculos de sangre y conocí la frontera fragosa que divide a la muerte y me enseñaste a desatar la vida de las palomas y a manejar esquifes en el mar airado y a domeñar caballos y con cuchillos de plata descubriste los tumores de los moribundos y extendías la sábana más dulce para los enfermos y vi cómo ayudabas a morir tranquilamente a los agonizantes y juntos contemplamos el implacable avance del violeta en el rostro de un niño. ¿Qué paisaje, pues, querías que viéramos, padre dulcísimo, si todo territorio era dolor? Y tú, dime, ¿qué podías mirar que no fuera la llanura calcinada, acaso el vuelo de las aves sin estrépito? Áridos los pulmones, ardidos también los intestinos, más seca aún nuestra esperanza. Te movías en el límite extremo de la vida. El cerebro ya muerto, paralizados para siempre los riñones. Y sin embargo despertaste desde ese largo sueño y nos dijiste que miráramos un paisaje triste, inmensamente triste. Alto gritaba el sol cuando morías. Y junto a ti agonizábamos también tu mujer y tus hijos, tus nietos, tu casa, tus trajes, tus zapatos, hasta el paisaje se moría contigo, mientras entrabas y salías desde la muerte, mientras entrabas y salías hasta la vida. Nos has dejado a oscuras, aprendiendo a masticar de nuevo, en ese mes azul en que soplaban con furor los grandes vientos, ese día en que el cielo era una fiesta y el sol estremecía las nubes y los árboles, cuando la noche inundaba tu cerebro y aves nocturnas, en vuelo altísimo, sin prisa, sin viento, sin estrépito, circulaban adentro, en nuestro cráneo.
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