La mortada de jade
(Homenaje a Diderot)
A Óscar Oliva ...veía en una gota, de agua la historia del mundo. El sueño de DʼAlembert
Un metro setenta centímetros de mortaja azulada para que dentro de la piedra se pudriera el cerebro y el intestino se hiciera poco a poco nada. La percepción de lo diverso, de las flores y el mal, de arcillas y cadenas. El hombre moribundo, atravesado por la bala, que cae y muere en el Danubio, ahogado. La bomba gris que estalla en un avión que grita y es violín herido. Los australopitecus que desaparecieron cuando aún permanecen los helechos. El hombre que piensa cómo equilibrar las masas de los gases y lucha por entender las galaxias exteriores, mientras los insectos devoran musgos tiernos. Todo animal es más o menos planta, toda planta más o menos mineral, nada hay preciso en este río, ni las gotas ni la espuma ni los cauces. Como un niño contraído y débil, como un niño vegetal y seco, el fuego, adentro y por encima de la tierra; sus ojos vigilan coléricos el aire. Sometido a presión, sin oxígeno, alcanza en las entrañas líquidas un millón de grados, aunque encerrado y tenso. La vida es oxidación metálica de carne. El estroncio no puede escapar de estas jaulas; sólo golpeado, de su caja de Pandora brota una flor de débil geometría. “Los vegetales que comemos fueron tratados con insecticidas y en ellos hay un gas que altera la estructura de los nervios y ataca nuestro código genético.” ¿Quién conoce las especies que vendrán después de las nuestras? En el costado oriental de la cámara, viendo de frente cómo brota el sol oscuro y congelado, con una mano tiesa, la momia disecada. Sólo tres dientes quedan en su mandíbula de polvo. Un rumor de rugidos se levanta cuando el perro olfatea la presa, los huesos del tapir en la turba hace mil años enterrados. Somos producciones momentáneas de este planeta, igual el ave que tu sonrisa cuando llena el día, la lombriz lo mismo que aquel satirio musical y herbívoro. Todo animal fermenta en este átomo, la tierra. Como un niño demasiado fuerte, como un niño en exceso orgulloso, el frío. Y bajo el agua, fuego nuevamente. Separadas moléculas se encienden. Del oxígeno, llama; el hidrógeno estalla. Y en el cauce del río, peces cegados por estrellas, los mismos peces siempre diferentes. Cuando hacíamos hachas de sílex, cuando el hielo nos hacía huir rumbo al sur y tocábamos con pies desnudos la tierra de Marruecos, los crustáceos iniciaban su camino hacia la cámara donde está la mortaja de jade. En ese mismo instante, en Salamina, la escuadra persa se hundía en las aguas limpias del Mediterráneo. Hoy Venecia es una cloaca enorme y el Adriático está contaminado. Musgo, liquen, rosa carbonizada o vermes densos, ¿quién conoce las especies que nos precedieron? Todo pasa mientras el todo permanece. “Las fábricas y los vehículos de combustión interna consumen aquí”, bajo este sol que ya no existe para nosotros, bajo esta masa densa (corazón oscuro de una nuez de polvo), “catorce mil metros cúbicos de combustibles”. (Y no hablo del gas ni del tetraetilo de plomo quemado libremente en el aire.) “Nos movemos diariamente dentro de cinco mil seiscientas toneladas métricas de monóxido de carbono, entre cuatrocientas dieciocho toneladas de hidrocarburos, metidos en ciento veinticinco toneladas de bióxido de azufre.” Y el huracán, mientras tanto, oxidado de arrugas, podrido por el mar, hecho tierra, da la vida a las algas que se reproducen igual que dos mil millones de años atrás. Botticelli pintaba la primavera cuando se construía el teocalli de México, en el mismo sitio donde los tanques avanzan hoy contra la clase obrera. Las plantas angiospermas nacieron casi al mismo tiempo que nosotros, sólo cien millones de años antes que Brahms. El mundo empieza y acaba sin cesar; cada instante se encuentra en su comienzo y en su fin, densidad, densidad. Los déspotas intentan pensar en lugar de los pueblos, pero la distancia entre el altar y la silla del poder es pequeña. Esquilo lo sabía, por eso luchó, a los treinta y cinco años de edad, contra los persas. Nos levantamos como niños demasiado soberbios porque hemos arrancado el fruto del árbol hasta ahora prohibido y hemos dominado el fuego. Tenemos soles en las manos. Pero en Tlatelolco “el ácido sulfúrico se diluye en la lluvia”, cada día más ácida, que entra en cornisas de la iglesia y se hunde entre las plumas de las palomas. La pirámide entonces se carcome y toda vida vegetal entra en peligro. (No salgas a caminar, mujer, bajo la lluvia: no hay sitio ya para un amor tan ciego. Despertamos.) Veo de nuevo el traje rígido de jade, las dos mil seiscientas piezas que recubren la anatomía de este caudillo o hijo de emperador, el guerrero de una dinastía carcomida, cubierto por una máscara implacable. Agosto se apresura y ya lo sigue julio, y mientras los cristianos iban a Damasco, hay un gruñido sordo: el perro me arrebata el hueso ya roído y el volcán se encabrita. Porque el fuego nada es sin la tierra y la sombra, nada sin el frío que lo doma. Como un niño contraído y débil, como un niño brutal y poderoso.
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