Me gusta ver morir a los niños. ¿Usted notaría la cresta de la risa, la ola brumosa tras la trompa de la tristeza? Yyo— en las calles de lectura— tan a menudo he hojeado tomos de ataúdes. La media noche con húmedos dedos me tienta a mí y a la apisonada cerca, y con las gotas del aguacero sobre las calvas cúpulas galopa enloquecida la catedral. Veo a Cristo huir del icono mostrando al viento sus heridas besadas llorando por el barro. Grito al letrero de "Prohibido", hundiré el puñal de palabras poseídas en las henchidas carnes del cielo: "¡Sol! ¡Padre mío! ¡Sé al menos compasivo y no me atormentes! Es en ti que mi sangre derramada fluye en costosos hilos. ¡Es mi alma la que está, cual jirones de nube desgarrada en el cielo calcinado, en la oxidada cruz del campanario! ¡Tiempo! ¡Al menos tú, lisiado peregrino, pinta mi rostro para la deforme capilla de los siglos! ¡Estoy solo, como el último ojo de un hombre que va hacia los ciegos!"
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