Corre la especie y puede entenderse que se dice sin miedo a volutas barrocas el estallido de las órbitas calcinado el suelo vacío de los puntos cardinales desleídos los glifos de las aves en la altura que nadie descifrará y se perderá lo que ya es perdido: el silencio lívido de los ríos sin agua, los bosques sin miembros, los prados sin hebra: la creación toda imposibilitada de nombrar. No siempre ha sido así pero ahora corre la especie, aumenta la velocidad, crece la tensión, se inflan los capitales, revientan los cementerios a despecho de las banderas dictadas por la esperanza y las ínsitas panzas ubérrimas: llanto del esperma infecundo. En el ópalo de la intemperie y en la plenitud inquieta de los mares yace el hálito enrarecido de todos los muertos: milenios de polvo, huesos y ceniza escupidos por una boca saturnina que trilla hijos e hijos de hijos sin parar... Así que corre la especie traspasada con espanto por la centella turbia de la muerte: lo que es calcinar la semilla de otro mundo tras el equinoccio: algo simple cuando la vulva de la noche solapa un rosario de matrices encendidas para encender el denso abismo del placer: algo teñido en demasía con el regusto metálico del dolor y más ahora que no es sólo luz o tiniebla lo que desparrama el paso del viento. También la virgo: la que estremece de inocencia hasta a los lobos se trasuntó en constelación: todo un reino, todo un mundo de injusticia por veinte estrellas o puntos álgidos de eternidad. Tenemos una tentación: cosa de ánima y de ánimo: el yelmo y las sandalias de Hermes: el camino de Perseo: una obnubilación arcaica como el latido milenario del corazón, como el rubor en la máscara de la diosa: el vientre-mundo en medio de jaguares o madre de la madre del hombre también ataviada con un manto de estrellas sin olvidar los plumajes seminales y las mariposas de obsidiana: llámese Tonantzin, llámese Coatlicue: siempre abierta a la espuma fértil del divino Miembro. Según se vea hay paraíso para rato pero lo que se dice es que corre la especie cuando más: que se propaga: no que contempla y por ahí medran con facilidad uno, dos, tres infiernos y más: un reino oscuro como la sed de sangre inmerso en el seno sutil de lo eterno. Hay que agradecer la lejanía del asedio rapaz que todo quede entre el ojo y la forma como dando lugar a las áureas alas de los dioses cuando necesitan remontar las entrañas del día. Hay que oficiar el vuelo rasante del estornino y la placidez de las gaviotas al viento mientras vislumbran la presa bajo las escamas del océano como para enterrar en la tumba de la ceguera y el olvido la macabra ley de criaturas fuertes viviendo de la carne de los débiles. Hay que agradecer la savia y frutos de los árboles que quedan pero también el excremento y aun el decremento el declive hasta un núcleo mate: nido del fin más el embrión de lo puro: rumbo así hacia el pléroma: la incandescencia o faz de los cielos, las lenguas de luz fluyendo desde el sol, el fuego de la flor y de la tierra a la vista y bajo tierra. De ahí esa virgen altiva y su ropaje de galaxia. De ahí el eco en los tímpanos del hombre: sierpe eres y en sierpe te convertirás.
De Alisios, inédito
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