En las pupilas de un gato se piensa que la noche es toda parda. Mas no es así, pues en el filtro profundo de esas córneas anidan innúmeros colores: verdes, azules, increíbles oros con tonos de violeta, y encrespadas alondras que cantan aleluyas, veteados brillos que saltan como ágatas, que ruedan mustias a un correr saltando a través de intangibles tules de sigilo. En la leoparda noche y su acechanza el mundo aparece intensamente quieto, vibrante y quieto como corriente alterna, como animal callado y relumbrante que respira con ardiente hálito tranquilo. Hay que imitar ese descanso intenso. Hay que escapar del tábano siniestro que zumba por las calles del hastío, hay que esconderse y descubrirse apenas en ignotos sitios del conocimiento. Espacio. Espacio. Espacio desbordante y confinado también por tan sombrío, luz de la luna que despacio invita dejándonos tocar por el silencio: en el fondo del mar cruzan escamas, en las alturas máximas, vellones pálidos. Todo deambula hasta encontrar su nido. Todo reposa después de haber hallado el anillo secreto de los días, vaso invisible de chispas augurales, encantamientos luego repetidos por infinitos labios anteriores, huestes tardías de frutos desgranados y ofrecidos al colmillo de la luna, fugaz espectro de ilusión lunática que en vértigo astronómico desata un descifrar de signos escanciados por la visión opaca de los siglos. Mientras tanto, en el mundo de los vivos, las muchachas extiéndense incitantes, sus desnudeces manan como faros de radiación solícita y temprana. Poco a poco, cual en refugio que firme nos aguarda, entremos sin tocar las hojas húmedas que tiemblan en el bosque hospitalario, incomparable soto opalescente en que cursaron los puntuales pasos, el caminar tan lúcido y sonoro y el atavío volante de los ciegos. Entremos con singular confianza, sin resistir los tientos del conjuro, en el resguardo que mitiga el frío de los inviernos crueles del espíritu. Necesitamos una tregua de los tráfagos que hienden nuestros huesos hasta el fondo. Entremos en el soto oscurecido, el soto en que las tersas hojas tiemblan. Vayamos muy ligera y levemente a sus desmontes de lánguido extravío, a sus jardines donde el sol no quema, donde la vida se dilata y se dispersa y ríe al fin sobre las puntas de los dedos, como sirenas que descubren de improviso el agua y la arena en su camino. Mientras tanto, en el mundo de los vivos, los actos no dependen de sus fines, las apariencias antes eran hechos que conservan sus antojos desleídos. En el trasfondo del profundo espacio se va desmoronando lentamente el corazón entreverado de los sueños y se deshila una frágil existencia hasta llegar a un légamo lejano en próximos ocasos solitarios. Y en esa reclusión o errancia mínima la oscuridad anula las vertientes que la oquedad anónima despierta. En el espacio de la noche insomne, cuando allá afuera reverbera el ocio y conmociona el eco del vacío, nuestra visión recogerá las claridades que bajan del desván del universo. Entonces beberemos decantado el vino puro con que se celebran las bodas milenarias de la dicha. En el dominio del fulgor cambiante, sensacionado ya por lascas estelares, un zodiaco de luz baña en crespones la materia más densa del sentido, envuelve luego en su espiral eclíptica y cristaliza el fuego en sus blasones. En el oscuro firmamento como viva sombra se distinguen candiles infinitos, reflejos que se adhieren a los párpados asegurando el básico equilibrio. ¡Cierra los ojos! El cielo está tan alto, y en la porfiada cacería de estrellas la masa de la luz busca la aurora. Mas el nocturno espacio es más radiante que el espacio del día tan alevoso. En la noche se escuchan los sonidos como si no existiera la distancia. Crepitación cualquiera extravagante perfora el aire con su aguda lanza y se convierte en parte concurrente de la conciencia misma que la explaya. Mientras tanto, en el mundo de los vivos, se fingen todavía mañanas cálidas, las guerras se equiparan con sequías y el crimen más procaz se disimula. El cuerpo aquí se postra y se relaja, se enlaza con la geometría seráfica en que los ángulos se vuelven dulces alas. Y la mano que entonces te acaricie será mi canto que niega las falacias. En ese espacio de noche tan cerrada, en ese soto de hojas temblorosas los duendes del amor desenfadados, los niños de costumbres diáfanas, se yerguen con sus sueños inclementes de una hermosa libertad imaginaria. Hay que parar la rueda de las horas, hay que cerrar el paso perentorio al gran ejército de enseñas blancas. Hay que quedarse quieto entre las sombras, paseándose entre nubes fugitivas y presumiendo que en esa casta inopia yace la verdadera y única esperanza. En el sosiego de apetencia exhausta, en el deseo que sabe a incertidumbre, el más intenso de los tics nerviosos se adhiere a la imagen de la calma. Mientras tanto, en el mundo de los vivos, armadas de promesas se aproximan, se dan obsequios archipresuntuosos y se veneran ídolos fortuitos. Como una pluma de agua, frágil lluvia, como frescura volandera de caricias, de miradas, de palabras y de pétalos es el amor que vela lo que ama, formando luego un ápice de ensueño. Y tú lo alcanzarás, desnuda y desdeñosa, por las mareas oceánicas del alba. Me buscarás entre las fauces de los lobos que acechan como un túnel prodigioso por donde volverás con túnica glaseada. Ni del atardecer los garabatos ni los rehiletes del encumbrado mediodía sabrán acariciar las cuerdas cándidas de las arpas del cielo. Se escuchará una música latente, una musitación de claves angustiadas que registren acordes incipientes. Desaparecerá la huella del enojo. Los ríos ya no se perderán en el océano. Los mares se ahogarán en su espejismo. Nos sentaremos en la orilla del crepúsculo, pues ya no seguiremos adelante, y apostaremos que nuestro amor hará reír al odio. Anunciaremos que las copas de los árboles rebasan la impaciencia redundante. La soledad se volverá tan fresca como malva en nuestras nítidas e inmóviles gargantas. Y de pronto veremos nuestros brazos que en cruz silente juntaremos. Mientras tanto, en el mundo de los vivos, las olas del azar se precipitan, navíos espeluznantes buscan puerto y pájaros se truecan en silencios. Aquí, en el espacio de la noche híspida, el cielo es una cárcel derrocada, una ventana ardida por las llamas, un abismo doliente en nuestras almas. Sin embargo, por siempre guardaremos las ávidas sonrisas y miradas. Los tiempos del marfil y de la lana, la duración del fósil y la oveja transitan sobre cera derretida. Ya vueltas las espaldas, los ojos cerraremos. La lumbre quemará tortuosamente la oscuridad decapitada. Aves más grandes que los vientos lucharán por un lugar dónde posarse en la abrasada y lóbrega enramada. En los huecos de las redes de la brisa no buscaremos a nuestros semejantes. La vida ya se abate lastimera y lo factible no fomenta lontananza. ¿Habrá qué resignarse a la hecatombe? ¿Tiene el estiércol la última palabra? Se han ido sujetando los silbidos. Se han ido adelgazando poco a poco los vinos del sabor más contundente, los habituales nexos corporales y las convexas pizarras arenosas. Mientras tanto, en el mundo de los vivos, los ojos se han llenado de sospechas, la voluntad ahora es el destino y el hambre coloniza los rincones. Mas hay aún milagros por ganarse y lo que salva al hombre de sí mismo. Hay que mirar las cosas muy de cerca y de muy lejos simultáneamente, y resistir el golpe del incendio, la doble asfixia que viene con el tiempo. Y sabias como antiguas cabañuelas, las aves aún adornan la floresta. Las rocas gozan en sus lechos subterráneos. Las bestias nutren el aire con sus ojos. Recobrada cual milagro la inocencia, habitaremos una espina deliciosa, punta de tierra nunca dominante, y un grifo anidará dentro del pecho, ignorante de miserias y de estupros. Aquellos que nunca conocimos se encuentran en aldeas insospechadas. La vida se coló por sus cabellos como una luz que arcana los esculpe y nos ofrece máscaras de escarcha. Como el andar de todo caminante, así se mueven plantas primigenias, modelo de conciencia en sus orígenes, cayendo hacia la tierra, al sol trepando, navegando por veladas aguas de noche milenaria, noche del tiempo, hasta licuarse en la corriente torrencial que inunda y anega los relojes. Sí, descansaremos en sopor perfecto en la morada verde de hojas trémulas. A tus ojos vendrán grandes alhajas de fértiles distancias y minas incidentes. Esperemos que el futuro nos conceda el mágico rumor de sus pesebres, en que se adumbre el devenir telúrico de alternaciones lentas y seguras. El demonio embriagante de la dicha por fin se elevará de nuestras lágrimas. Mientras tanto, en el mundo de los vivos, vehículos trasladan pelotones, débil, podrido y fuerte son lo mismo y la lluvia es sólo un choque entre las almas. La verdad es sauce que llora junto a un lago. No hay que temer del fosco bosquecillo donde se esconden voces del pasado. Tomemos la senda de la bienandanza entrando en este soto de arrobada calma, y acogidos por la bruma que allí aguarda, abandonemos todo triste pensamiento. Ésta es la hora de la risa trágica, de un suspirar tan hondo como el sueño. Al aullido espantoso que recoge a los muertos, que refleja la luz ya temprana o tardía, se dibuja lo ignoto en enigmas cromáticos, en tonos que al sentido del hombre desafían. Y la unión esencial en que duerme el silencio, silencio sepulcral sin lamento ni oído, la profunda quietud en que reposa el viento es el marco invisible en que se ven los espectros. Allí se instala el alma como rémora del tiempo y cumple una consigna angustiosa y desvalida, que mira más allá de los graneros legendarios donde se arrumban calendarios como archivos de la vida. El instante preciso que anuncia la alborada, al despertar del alba el álgido derroche, deslumbrante floreo, gallardete de proa de la barca tornasol, todo converge en la corona que deslumbra cual puñales. Con honduras nupciales el soto nos recoge. Así se consuma el tránsito de Venus. Todo se junta al fin en repentino golpe, rayo de sol y luna, apenas el toque. Un zarpazo certero con fuerza transmutante, el menguante es una garra del gato de la noche.
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