¿Por qué será que so pretexto de la contemplación siento de veras la necesidad de mantenerme inmóvil, apenas parpadeando, moviendo la cabeza levemente sólo de vez en cuando al ver pasar un pájaro, alguna nube, algún inadvertido transeúnte? ¿Por qué respiro tan calladamente? ¿Por qué de modo inconsecuente intento saborear cada momento que no logro detener por bello (aunque quizás tampoco lo quisiera) como si fuera un gajo desgajado de una fruta extraña a la vez verde y madura, jugosa de nostalgia con sabor un tanto amargo, con cierta prevalencia opaca ribeteada de oro? ¿Por qué, cual la efeméride pregunta de un soldado en las murallas de un castillo en Dinamarca quien hace varios siglos dice intempestivamente “¿Quién vive?” emito la mía propia? Pues un por qué parece siempre equivaler a un quién vive: el ser, más que el estar, que el existir, requiere una respuesta, una razón, una razón de ser. Requiere menos mediación y más inmediación, cual fruta natural no siempre dulce que urgentemente tiene tal urgencia que se podría calificar como emoción del tiempo, la vida que se rompe en medio de una nada, fractura conocida mas no reconocida porque —¿por qué?— seguimos insistiendo en dar con el haber que falta en una contabilidad intemporal y, sin embargo, sucesiva al punto de convertirse en relojera y de dar vueltas infinitamente, pues nunca se va a saber dónde ni cuándo para. Y yo contemplo los pájaros-minutos, las nubes-horas y los hombres-días, semanas, meses, años, quizá siglos, que no me ayudan, no pueden ayudarme aunque quisieran, que no pueden contestar la vitalmente breve, tan razonablemente irracional pregunta ilusamente dividida del por qué-quién vive.
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