El Atlántico era su océano. El Mediterráneo era su mar. Otras extensiones de agua: el Lago de Ginebra, el Ródano, el Río de la Plata. Hoy, mientras contemplo el azul Pacífico, sobre el cual voló dos veces, pienso en Borges. Pienso en todas las palabras: las que me dijo a mí y las que yo podría haber dicho. Como el agua, las palabras fluyen y, cuando sopla el viento, forman olas, remansos, remolinos. Y desaparecen. Quizá besen las riberas de la realidad en las bahías remotas del tiempo, llevando sus crestas consumadas de ilusión fría a romperse sobre la arena cálida. Esas cabrillas sabe usted, Borges: esas pequeñas olas dóciles, cuya espuma juega con los laberintos de la luz, la luz vista y no vista, constantemente vuelven con el vaivén de la marea, mojando el vidrio requemado hasta que refleja la redondez del cielo, el universo que se pierde más allá de donde alcanza el pensamiento, nómade inquieto en el espacio infinito. Una bala de cañón de hace doscientos años aún silba su canción fatal al pasar volando. Estoy sentado en la cubierta de un barco cuya historia ha sido reducida, de la firma de tratados importantes al viaje de comunes y corrientes. Miro fijamente el mar, un mapa detrás del cual se ha ido acumulando un fértil polvo que mi pensamiento surca lentamente como una proa. Y el azul Pacífico devuelve la mirada, acaso incrédulo del cerco horizontal que es el trasfondo de mis ojos. Siento un suave movimiento adormeciendo mis pasiones sin alterar la vista, la configuración imprecisa de calladas, exuberantes, misteriosas islas que navegan a mi lado. Todo se hace con espejos, se me ha dicho, salvo que Caín y Abel... Nuestras palabras son como el azogue de las estratagemas. Borges, ¿está usted por allí también, como en esa otra densa y nítida Babel?
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