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Veletas |
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Más que volando vienen aeronavegando de no se sabe dónde, vienen aventurando las borrascas de la vida hasta posarse con agilidad de pájaro sobre los ápices de las instalaciones de los hombres. Los hombres son seres convencidos de haberlo heredado todo. Creen —pues que supongan es harto más modesto— que las veletas fueron creadas por ellos y tan sólo para ellos. Que su propósito es singular y muy sencillo, o sea indicar la dirección del viento. Mas hay que ver, hay que afinar el tino y los sentidos para atreverse a ver la realidad que ostentan las veletas. Son ante todo el símbolo del mundo; son mucho más que las mareadas brújulas pues no varían según minúsculos motivos. Son, además, patricias y poéticas. A veces giran cual girasoles de agua, surtidores de luz que pronto se liquida. Su aparición es siempre una sorpresa. Su voluntad sin duda es el espacio, su amor tan sólo es contemplar el viento, su tino —el trino de las aves— es una invitación que presupone un modelo de ala, de línea nunca recta, de curva —curvilínea— que se mueve pero no se inclina, de tácita —no taciturna— imagen de soberanía cual bóveda invisible; con ellas sólo compitieran en las alturas sigilosas el júbilo y la tristeza de los campanarios. Las veletas siempre se proyectan hacia arriba; otros móviles podrán tener otras tendencias u otras miras. Son estas giralunas que en la noche, cuando el rigor de la intemperie incide en el escalofrío —que es frío del alma— afirman su estabilidad y su constancia al descifrar eléctricas tormentas, y vendavales y ciclones, que son potencias naturales que no saben que se cifra en las veletas el parangón de la futura calma. Al contemplar el firmamento cada veleta acierta en alcanzar la proporción en que se distorsiona el aire. El aire no es siempre el portador del canto, del salmo o la oración, sino que con frecuencia es vehículo del llanto. (Se dice que hace mucho tiempo cierto Pontífice ordenó que las veletas de su Catedral y su obispado, de saetas pasaran a ser gallos, emblemas de San Pedro, el viejo apóstol, suministrando un cabal afincamiento a toda cúpula de iglesia; sin darse cuenta de que igual daba evidencia de cómo la ironía resulta tan volátil y voluble como la veleta). De las veletas (que en tierras gálicas se llaman girouettes) las enemigas son las gárgolas, extrañas excrecencias en los cantos de las catedrales. Mucho se ha dicho de los nobles y simpáticos aleros y de las celosías que, sin llegar a celotípicas, espían la presente ausencia de los buenos días (pues las ventanas, que son madrinas de los vientos, respetan la afición de las veletas por lo aéreo). Mas no, sus verdaderas enemigas son las gárgolas, monstruosas bestias cuyo origen tampoco se conoce (quizá la suya sea una prehistoria de la que no se dice nada, ni en las secretas páginas del Génesis), esas troneras que disparan lluvia muerta, ángeles negros que parecen despertar de un sueño inmóvil. La guerra de las gárgolas y las veletas la bailan dislocadamente la tempestad y el aquilón en un onírico escenario lírico —estocada de Ariel, tajo de Calibán— que se repite cada vez que se figura una leyenda, el desquiciarse un elemento al convertirse en otro, al concentrarse la ilusión en la quimera. Pero esa guerra que nunca tuvo término sólo es capricho de las fuerzas climatéricas; no afecta la función que enorgullece a las veletas. Gallarda su cruzada eterna que acaba siendo horizontalidad de planisferio, apuntan con su lanza al punto cardinal de donde viene el viento, largo corcel veloz y veleidoso, que apaga fuegos prescindibles y azuza fuegos desbordantes. Son dieciséis los nombres que ha adoptado el viento y, en consecuencia, dieciséis también las claves en que se clavan las veletas. Y al ínterin perenne de los tiempos dan una nota intemporal y mística, nota de gracia sobre un conjetural diseño. ¿Quién no ha tenido pesadillas de las gárgolas? ¿Quién no ha medido la distancia con los faros, ojos de cristal candente, salvavidas que advierten los escollos de la lontananza? Pero, ¿quién ha soñado lo que sueñan las veletas, que adornan las techumbres de un mundo alucinado? Al final de su mutable trayectoria se imaginan las veletas que se adueñan de los mares y que vuelan agudas como águilas. Y aunque aniden por instantes en las nubes al cabo vuelven a la tierra insomne donde comparten silenciosamente con el hombre sus frecuentes avatares. |