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Cábala |
A Ramón Martínez López
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¡Árbol que oscureció al mundo! Eran palomas tristes las sombras que cegaron el último destello. Fueron el quebranto de la audacia que abriera la caja fabulosa. Son un síncope de luz tras una nube joven. Huyamos de lo vegetal, me digo. Sin darme cuenta tropiezo con las huellas de mis propios pies ingrávidos, y pienso que el caminar volando es algo así como la vida: mitad azar, mitad absurdo. Yo también soy planta, fruto de la nefasta, prima relación del agua y el cerebro; presencia múltiple que contemplaran la muerte del alma mártir y la fuga del pez minero. Yo también suspiro, en la noche que atisba el ancho cuartel custodiado por esqueletos mancos. Y cuando florecen las alas de mi fragancia que llaman maligna, se incendia un jardín de voces. En ese cáliz inacabable y sordo, de esa corola sin relieve fijo se beben sangres de piedra y se suspende en sombra la regalía de la natividad: mi flor nace marchita. Entonces la expiación es previa a su pecado, el cínico diría. No sé. Aquí sólo los ciegos cantan. A mí se me ha otorgado solamente el mantillo que cubre calaveras de capitanes oscuramente blancos. ¡Árbol que oscureció al mundo! Me pregunto si mis ojos, que desvelan a una llama olvidada por el humo, son un rasgo de tus raíces serpentinas. Tu altura llena de vívidos colores desciende trémula sobre mi fe sin tierra. |