Los pijijes
Visten hábitos carmelitas los ánades veracruzanos; y como dos frailes hermanos, en actitudes estilitas, sueñan lagunas y pantanos... Así parados en un pie, con el rojo pico escondido bajo el ala negra y café, y con el cuello retorcido como el tubo de un narguilé, dejan pasar las noches tétricas y los días primaverales, en ensimismamientos iguales, en sendas posturas simétricas inmóviles y ornamentales... En la noche su instinto vela; y a un ruido insólito en el folio, el ánade grita y revela ser tan eficaz centinela como un ganso del Capitolio. Mas desdeñando esa tarea doméstica, de janitor, nada a los ánades recrea aunque su ojo que parpadea distinga todo en derredor... Glauca sombra de la tortuga entre dos aguas, en el lago; de los sauces temblor vago; breve retracción de la oruga en la hoja del Jaramago... Eléctrica luz que en la bruma sombría difunde en el vergel romancescos claros de luna, y a cuyo ampo no hay flor alguna que no parezca de papel... Pobres ánades vigilantes que contemplan y sienten todo... Fulgor de estrellas rutilantes; roncar de sapos en el lodo, o vuelo de aves emigrantes. Sólo entonces, si el firmamento crepuscular se torna gris, y el cielo cruza un bando lento, ¡el ánade con ojo atento sigue el vuelo libre y feliz! Los dos ánades en un mismo murmullo tenue y doloroso, desde su forzado reposo, dicen nostálgico atavismo del hondo cielo luminoso... Y —símbolo de estéril vida, de inútil ilusión fallida— mueven en vano el ala trunca, ¡el ala inválida y herida que ya no habrá de volar nunca!
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