Islas niponas
Tomo con los palillos un corazón enano entre granos de arroz que ríen con sus dientes minúsculos a la sombra de los pinos marítimos que vieron llegar por las olas la estatua del dios y por las nubes la barca del hombre fundador de dinastías. Los sacerdotes de cabeza rapada llevan el dosel del cielo cerca del templo de laca vacío hasta las lágrimas de cera. Los santos hombres de Zen se refugian en un islote para ver la caída de la hoja, lengua de lo alto. Los mendigos engañan su hambre tocando la flauta. Al ocaso, el sol mira de reojo las ventas de pescado momificado. Las luces de Ginza tiemblan en la red de las constelaciones mientras las anguilas recorren la tierra en busca de los lagos nupciales. Ningunos ojos más llenos de amor humano que los de la joven manchú sobre las esteras ante el cuerpo del extranjero comprador de caricias Kioto, Kamakura, Karauizawa: miles de años han madurado la civilización de madera contemplada con una sonrisa enigmática por la inmensa estatua del dios de bronce hueco como una campana en espera de los tifones oceánicos que dejarán sólo un esqueleto de pez sobre la arena. Zen: mira mi mano flácida. Soy un hombre de Zen. No tengo otro cuenco de arroz que la luna. Sin embargo en mi corazón reverdece la sabiduría como un limonero enano y en mi paladar se redondea la palabra antes de salir a deshacerse en el aire.
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