Nota introductoria
Pocos poetas hay, en el español de hoy, tan conscientes y capaces, como Adoum, de ser a la vez el sujeto y el espacio de una permanente confrontación moral y mortal entre la cultura y el subdesarrollo, la escritura y la Historia. Si bien sus primeros poemas eran de una gran exuberancia verbal —etapa culminada con su monumental Los cuadernos de la tierra—, este torrencialismo de estirpe nerudiana ha ido atemperándose a lo largo del tiempo, cediendo el paso a una poesía original, desgarrada e impura, especialmente notable por su capacidad de cuestionamiento de la Historia y del lenguaje poético; inconfundible por la frase larga, interrogante o imprecatoria, de tono irónico, áspero y desgarrado; por esa ira que inevitablemente desemboca en el nudo en la garganta, en la pena sin nombre. Más que trágica, es una poesía lúgubre, hecha de interrogaciones sin respuesta, de resonancias funerales, de frases sibilinas y de afirmaciones amargas. Llena de materia, nada tiene esta poesía en común con la metafísica reflexión sobre la muerte de un Villaurrutia, por ejemplo. De Eliot, sí. Gravita en torno a un radical y profundo sentimiento de orfandad —histórica, cultural—, y se inscribe en la tradición elegíaca castellana que parte de Séneca y atraviesa por Quevedo, Rodrigo Caro, el Neruda de las Residencias y, sobre todo, por Vallejo. Aun la palabra "vida" parece tener con demasiada frecuencia connotación de muerte. Todo parece ajeno, distante, otredad sin alcance, porque su poesía nos remite también a un universo extralingüístico y ese universo es la pesadilla de la Historia. La alta calidad de su poesía legitima esa recurrencia. Como su paisano y coetáneo César Dávila Andrade,1 Adoum intentó la épica en Los cuadernos de la tierra, pero fue la épica de la derrota. Era el período inmediatamente posterior a la aparición del Canto general de Neruda, y Adoum no pudo menos que asumir la historia de su país con el ambicioso Cuadernos de la tierra. Este libro es algo más, mucho más que un mero apéndice del Canto general, como lo son también El estrecho dudoso de Cardenal y Nuevo Mundo Orinoco del venezolano Juan Liscano. La pregunta de fondo, subyacente en toda su poesía, lo mismo que en su ya famosa novela Entre Marx y una mujer desnuda, es la siguiente: ¿qué puede, qué debe decir el escritor desde el subdesarrollo, desde una historia degradada? Abundan en su poesía los "desde", los "dónde", los "desde dónde", los "hacia dónde", los "cuándo" que buscan un sentido y no encuentran más que el progresivo desgarramiento del lenguaje poético. Arranca su poesía de una interrogación a la historia de su país y de América Latina, y sólo encuentra el dolor de la víctima de la depredación colonial, del sujeto pasivo. Interpela a los cuerpos, o desde el cuerpo a otros cuerpos, y sólo encuentra el desgaste, la rutina, el cansancio. Acaba interpelando al hombre de nuestro tiempo, y sólo encuentra tierra baldía, como Eliot, su gran maestro de siempre. Busca identidad y esa identidad es una enajenación, ya sea en la implantación de instituciones españolas en América, ya en el oscuro hombre de la calle que bebe un café o muerde un sandwich. El Adoum que se enfrenta al pasado histórico es el mismo que se enfrenta al presente. El discurso poético se ha vuelto con los años lacónico y travieso, pero igualmente desgarrado, es más, descoyuntado. La fluidez verbal de antaño deviene ansiedad: el poeta experimenta con poco éxito la composición de palabras, el empleo de neologismos. Lo grave de esta búsqueda estéril es que a menudo resulta esterilizante para el poeta como tal: parece conducirlo al silencio. Esa esterilización progresiva se hará patente por la deliberada dislocación del lenguaje poético de sus últimos libros, Curriculum mortis y, sobre todo, Prepoemas en postespañol. Su cólera impotente y su pena, el pesimismo que cancerosamente invade todos los resquicios de su poesía, la va haciendo más desnuda y austera, más seca y descoyuntada, juguetona, pero ácida y adusta, como si en su duelo con la Historia hubiese perdido: poco amor a las palabras hay en su último libro: más que audaces borradores de poemas, como dice José Olivio Jiménez,2 son restos de un naufragio, de un deliberado homicidio al lenguaje poético.
Vladimiro Rivas Iturralde |