Historia de soldados
Cuando de ti me desentierra el día con sus ásperos oficios y me repone a los sucesos, como si al final de esa navegación nocturna en la que hemos llorado y conversado, llorado y permanecido, debiera regresar a recoger mis pasos, caminando a morir, como el anciano vencido a lento plazo por sí mismo, sólo entonces, fríamente despegado de tu piel, gravemente solitario, entro a mi vacío traje que te sintió a su lado cada víspera, pregunto por ti, por mí, por qué sucede, por qué así, hablando de las cosas cuya balanza se rompe sin perdón en tu rodillas. Después de aquel tendero elemental que espantó tus muslos de hermética cerveza, después de ese judío persistente, después del otro que a pie disperso te perdía, ¿fui yo el último soldado, el de los últimos pies, el que vino a recoger ya sólo tu vestigio como la condecoración del que cayó a mi lado? ¿Fue acaso tu deseo desertor, ola ciega que se rompe antes de encontrar su cúpula, quien llevó mis cenizas a tu vientre baldío? Oh ausente, siempre ida porque nunca estamos juntos, porque nunca trajiste tu heráldica animal, tu herrumbre transparente al lado de mi pelo que te empuja, porque nunca tuvimos una cama precisa que oliera a cuerpo doble, a aceite comulgado, ni una noche repetida a cuyo cauce rueden nuestros zapatos juntos, ni un suelo donde puedan quebrarse las tazas de los dos, las manchas salidas de los dos, tu paso de menta o nieve porque duermo, o tus ligas y medias y enaguas y preguntas regadas que me digan: "Por esta puerta, desde esta palabra, hacia esa fotografía comenzó a partir". Nada que en mi presencia puedas reconocer un día: "Esto fue mío. Esto te dejo. Le he lavado el rostro, los pañuelos". No fuiste tú, pequeña tejedora, perseguida y herida por ti, ni son tus manos donde esta mitad de un pan apresurado crecería. Fue la primera sílaba, el hallazgo de lo duro y ajeno en mi abandono, fue mi subsistir por un clavo, por un diente que otro había usado, por las uñas, los huesos o la mujer del hombre derribado. Ya venía con mis ángeles enfermos, ignorando la inicial extranjera de los pétalos, el pequeño lenguaje del encuentro, las palomas. Y hasta de las caderas sacramentales que acechaba sólo tuve el regreso a tu humilde cadera, sólo los pedazos de las cosas, sólo el polvo familiar, lo permitido. (Yo te traigo esta moneda salvada de pagar o de perderse, esta esperanza, esta duda de escoger entre la comida temblorosa que trae en tu cuchara dos bocados, y el hotel por una noche en donde callas y comprendes y en donde solamente somos una mujer y un hombre, pasajeros, sin nombre, sin vestidos, adquiriendo sólo trozos de sueño después de que has temblado, como si dijéramos abrigo, alimento, cereal, gavilla, como si en esta hora de crecida hambre ritual aún nos fuera dado elegir qué instinto, qué sombra compartida, qué bisel nos mata menos.) Yo solamente buscaba en tu puerta arremetida por los prófugos perros agredidos y mi violento alcohol que en tu deseo ardía, el aceite ritual o la ceniza bruja con que entró hasta tus piernas la pobreza: y nada sino la lluvia con sus cordeles turbios, nada sino tu olor a corcho envejecido y aquello que nos quema en la piel o nos penetra por su propia humedad de dolor, como la ortiga. Por eso, cuando digo miedo y amanecer sin sexo como un viudo, y alaridos golpeándose las alas en maderas salvajes, es como si hablara de una maldición, de 13 personas a la cena nupcial en que he nacido, de azúcar derramada, de quebrada arena estelar, llegada de qué espejo roto por tu mano. ¿Es que siempre será igual, siempre este ancho domingo creciendo entre paredes? ¿Es que debes atarte las manos a los pechos para que nunca, nunca, te peinen en la noche, para que no derriben a tu madre, que no la toquen en sus sillas y su retrato, junto a su baraja tartamuda y a la cáscara de su padrenuestro? ¿Y nunca me dirán qué carta, qué escalera de sangre, qué madrugada lila te desató los pies para que vayas de cama en cama, de cuerpo en cuerpo, huyéndote otra vez, temiéndote, olvidándote? Esta es una lejana historia de soldados en que siempre se vuelve al cuartel espantoso. Y hay un himno a redoble, a latigazo puro, tambor de funeral, marcha en regreso de sólo los pedazos que han quedado, y hay un eludir las tuberosas de la muerte, una invitación, como la luz de un dormitorio, a buscar tu cabello original, tus primeros pechos, para decirte a ti, que traías a mis dientes un pan robado, una naranja nocturna en los vestidos: "Vengo para cuidar lo que me queda: el ojo solitario, el único brazo defendido, la rodilla que espera tu cansancio. Vengo todavía con un trozo de fusil, con una espina victoriosa". Oh nunca defendida, cintura de aguacero ceñida a mi voz seca de soldado, llena de paja y corazón como una hoguera.
(De Ecuador amargo)
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