Oda con una orquídea
Tus pies de nácar. Tus doradas piernas donde el mar ha cantado. Tu cuello de álamo primaveral plateado por la risa y despeinado por el viento y la risa. Tu hombro derecho lleno de palabras mías, de silencios míos y de música dormida, en declive. Y tu mano, Dios mío, donde he tocado el alma. Tu mano con una orquídea entre los dedos. Tu corazón donde una rosa gime doblada por el temporal. Tu voz, humedecida por la espuma del mar. Tu voz, donde mi nombre ha dejado una huella. Tu cabeza, alta y bella entre los hombros, como la flor que se abre entre dos hojas. Tu pecho, como un rumor de orquídeas entreabriéndose. Tu boca joven, tus guerreros dientes, donde la sangre se hizo blanca y dura para morder y amar, brillar, reír en relámpago tibio de jazmín. Tus cabellos, revueltos como un fuego negro. Tus cabellos. Tus labios donde llevas pegados para siempre mis besos, como el aire. Y la frente de donde ningún viento podría desprender las miradas de mis ojos. Tu mirada que viene de lejos, de lo oscuro, del origen de la música; tu mirada que llega hasta tus ojos húmeda de las flores y la luna y el sueño, porque anduvo mucho tiempo por dentro de tu cuerpo y de tu alma siguiendo un sueño. Tus miradas, que buscan otro mundo. Tu cintura, delgada como la de las lámparas. Tu cintura, delgada como el humo saliendo de la botella. Tu cintura delgada e inclinada hacia el amor como la luna nueva. Tus ojos que miran el cielo estrellado y se llenan de lágrimas. Tus cabellos, casi de niña, para apoyarse en ellos y llorar, llorar, llorar, porque no sabemos nada...
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