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El mar es una llaga (1979)
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Mil hombres de granito son las nubes. Con fauces de explosión preguntan: “¿Dónde está tu patria ayer colmena?” Me contemplas mirarme en un espejo cómo gimo el amor de los forzados sin mostrarme los hornos amorosos donde cociste mis primeros huesos. Llueves a lágrimas. Del pecho sacan ellos otras lluvias rayos de cobre, los harapos de torturados indios: testamentos dictados por la selva, la jauría de sucios lagos rotos en láminas temibles mientras cae la noche en el jergón de antiguos vaticinios. —¿Quiénes serán? —Por ti preguntan dulce amor mío, incontenibles. ¿Quién puede penetrar sus rostros mediando el fuego líquido o preguntar sus nombres tras los hierros de la lluvia? ¿Nahuales son, queridos muertos sobre panales desecados, ellos, lluvia de sangre que te impide reconocer tu propio rostro en sombras? Arrebato el corazón al cataclismo de un vaso de [aguardiente y profeso palabras amorosas y cometas de júbilo, la cauda del cielo echado en el regazo del día limpio de crímenes, soñador de caballos de dulce sombra. Perla de fluidez increíble es el oído en el solar, los niños son la arena, la devoción de los pasos hallados; los girasoles modifican la ferocidad de las rejas prendidos sobre cartones humillados por el polen de un abrillantado verano. Chorrea el día. Cae farfullando conmigo ininteligibles disculpas a las damas, el agua corona de la fuente. Escalas invisibles, ¿yo? ¿Acaso tú, bella visión de rasgados ojos en estuario? Siento bajo mis palmas el zigzaguear de la risa, viajero extrovertido en un ferrocarril de pureza, imitar la tierra del mundo, los dientes del jabato aún sumido en su oscuridad de primera telaraña. El fondo y la superficie. Lascas de colores en el vaso de generoso efluvio mientras rompen los rayos de un [pañuelo. He vuelto a sonreír junto a los molinos vigorosos, las manos en alto, ruinoso de alegría. Los ojos vidriosos en el fondo de otros ojos, cíclica, desmesuradamente. Dime, ¿Soy yo, que he vuelto a beber como en los tiempos heroicos? Dímelo, dando un puntapié en las puertas de la [muerte. ¿Será tu pie la huella donde mi sombra yazga y féretro con sangre donde ella resucite? Países incansables labraron huellas blancas bajo mis plantas torpes —ahí aprendía a morir el pan de cada día. Coloquios para el vino deciden el sendero que pierdes en mi espíritu y exhumas en mi carne. Tus pies son la ebriedad soporte de mi exilio, barquillas de esperanza en mares trastornados. Negras gavillas urde la espuma de tu noche; ¿de mí conoce el cese que sumas a tu huella? ¿Habrá posado aprisa el hacha de la guerra su lengua sobre el tajo tuerto de la luna de un toro degollado al sol de medianoche? ¿Quién la reencarnación dilata de la ira, al infortunio impone un astro o su diamante —mientras habla— desnace en las rocas nocturnas, a la vista del padre de los fusilados? Como gota de siglo impresa en una llama de las mutilaciones radie su ceguera; sin omitir dolencia atice las heridas y recuerde mujeres con carbunclos rojos, ardientes dinastías de cenizas, briosos lagos sus pechos, mano cálida el cencerro de la misericordia por el sol bruñido. Roído de humildad en muerte cruda apenas obtenida, al albear cerrada la descarga. ¿Con cuántos cristos acompañará sus gajos, durante la consumación de helados pies, sobre la yerba? En torno al agujero el hielo jadeará; Hijo y cripta partirán la tierra donde el futuro husmee su destino; porque nada se pudre bajo el cielo enfermo —torna combate el hacha hendida a muerte sobre el mundo. Inscribo esta pereza con la intención de que un lagarto invada el alma de las cosas, espante a mis vecinos, los escuadrones de suicidas que se disponen a recibir alborozados el incierto año tres mil y tantos. |