Apuntes para un poema de Lástimas
ni tanto elemento disperso que su memoria ha dejado entre los hombres
—campanillas de hoteles de miseria, viejos navíos cuyos costados de metal hermosísimo carcome el salitre, escarcha de los cazadores, hondos disparos a la madrugada, humo de carboneros, pozo helado de las minas— tanta cosa en fin, que nos agobia con su paso verdadero y profético. Nada tiene ya esa tristeza de pálida fruta estéril que hiciera de su semblante un voraz dominador de lacerias, nada conserva ya la frágil armazón de su cuerpo de largos brazos blancos, tan ajeno a las armas y a la cópula ansiosa de sus abuelos guerreros. ¡Gloria de un clima! Loor al olvido que adelanta a través de las piedras que suelda el calicanto su lengua poderosa y magnífica de estirpe, como un lebrel de siglos que despierta a los hombres y los arroja de sus lechos para pegarlos a los vastos ventanales del alba, de la mañana amarga en la boca, sin orgullo, dura en el tiempo, ávida por siempre de insanas alegrías que más tarde han de brotar ampulosas como los flancos de mujeres enriquecidas en complicadas batallas a orillas de un mar gris, agrio y pobre de peces … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … Por última vez hagamos memoria de sus hechos, cantemos sus lástimas de monarca encerrado en la mansión
eficaz y tranquila que lentamente bebe su sangre de reptil indefenso y creyente. Cuánta mugrienta soledad cobija sus rezos interminables, sus vanas súplicas, su amor por la hembra tuerta y ardiente que consumiera unas pocas noches de remordida vigilia.
II Batallas Batallas Batallas
Incluimos también estos que perpetúan la desvirtuada magia de sus vidas: el que volvió por su mujer y se perdió para siempre en la selva y gritó hasta apagar el rumor de las manadas voraces, el vestido de gualda y sangre que hacía hogueras en los caminos para quemar sus sandalias, el que dio muerte al rijoso sacristán y extendió a secar sus ropas en los tejados de la cárcel, el que volvió de Italia con las manos tersas y un andar afelpado de marica, el tratante en bestias de carga, que llenaba de tristeza y de luto la feria con sus heridas, la sostenedora de la fe, la insaciable y antigua predicadora de doctrinas en medio de los quejidos de su catre desvencijado, el Relator de Desastres, el mentiroso servil de infames bodas, el guardián desencajado de las pesebreras que tiemblan de pavor y de frío bajo la llovizna;
todos sus súbditos, su vasto pueblo rendido oscuramente entre aguas de verdad e historia grasienta como uniforme de prendería o pez de naufragio.
“No importa lo que venga después. Firme en la cera de mis años, deduzco de las espesas nubes de insectos que se mecen sobre los desperdicios del mercado, la suerte de las expediciones, el incendio veloz de cosechas y pueblos, los ritos y la ceremonia final de tres días con sus noches, celebrada con motivo de la muerte del Rey, un hombre triste y pesaroso padre de pálidos infantes sin malicia ni pena.”
Palabras de un arquero de Flandes.
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