Material de Lectura

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Selección
y nota del autor



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Presentación

 

Nací en Bogotá, en 1923. Hice mis primeros estudios en Bruselas. Regresé a Bogotá y traté infructuosamente de terminar bachillerato en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. El billar y la poesía pudieron más y jamás alcancé el ansiado cartón de bachiller. Allí asistí a las inolvidables clases de Literatura que dictaba Eduardo Carranza; a él le debo mi devoción por la poesía y por la poesía española en particular. Jamás olvidaré esas clases de Carranza llenas de un entusiasmo y un servicio devoto y total a las letras, que aún hoy conservo gracias a él. Publiqué mi primer volumen el 8 de abril de 1948; se titulaba La Balanza y lo compartí con Carlos Patino. El nueve, día del “Bogotazo”, ardió la edición. No creo que la ira popular se ensañara con nuestro humilde opúsculo. Pura casualidad pirófaga. En 1953 apareció en la Editorial Losada, en su colección “Poetas de España y América” que dirigía Alberti, mi libro Los elementos del desastre. Viajé a México en 1956 en donde resido desde entonces. En México publiqué en 1959 Diario de Lecumberri, narraciones en prosa impresas por la Universidad Veracruzana en su colección “Ficción” y en 1964 Era me publica Los trabajos perdidos, poesía. En 1973 aparecieron simultáneamente Summa de Maqroll el Gaviero en Barral Editores de Barcelona, que reúne toda mi poesía escrita hasta ahora, y La mansión de Araucaíma, publicada por Editorial Sudamericana y que reúne relatos en prosa. Trabajo ahora en un breve libro de poemas titulado Pequeño libro de lieder, de los cuales se han publicado algunas muestras... En 1974 recibí el Premio Nacional de Letras de Colombia. Nunca he participado en política, no he votado jamás y el último hecho político que me preocupa de veras es la caída de Bizancio en manos de los infieles en 1453. Soy gibelino, monárquico y legitimista.

Álvaro Mutis

 


 

Tres imágenes

Para Luis Cardoza y Aragón

I

La noche del cuartel fría y señera
vigila a sus hijos prodigiosos.
La arena de los patios se arremolina
y desaparece en el fondo del cielo.
En su pieza el Capitán reza las oraciones
y olvida sus antiguas culpas,
mientras su perro orina
contra la tensa piel de los tambores.
En la sala de armas una golondrina vigila
insomne las aceitadas bayonetas.
Los viejos húsares resucitan para combatir
a la dorada langosta del día.
Una lluvia bienhechora refresca el rostro
del aterido centinela que hace su ronda.
El caracol de la guerra prosigue su arrullo interminable.


II

Esta pieza de hotel donde ha dormido un asesino,
esta familia de acróbatas con una nube azul en las pupilas,
este delicado aparato que fabrica gardenias,
esta oscura mariposa de torpe vuelo,
este rebaño de alces,
han viajado juntos mucho tiempo
y jamás han sido amigos.
Tal vez formen en el cortejo de un sueño inconfesable
o sirvan para conjurar sobre mí
la tersa paz que deslíe los muertos.


III

Una gran flauta de piedra
señala el lugar de los sacrificios.
Entre dos mares tranquilos
una vasta y tierna vegetación de dioses
protege tu voz imponderable
que rompe cristales,
invade los estadios abandonados
y siembra la playa de eucaliptos.
Del polvo que levantan tus ejércitos
nacerá un ebrio planeta coronado de ortigas.

(1947)
De Primeros poemas

 


Apuntes para un poema de Lástimas
a la memoria de su majestad el rey Felipe II


...alguien como un pequeño reptil,
un alma gris despreciable, arrastrada por la
muerte, probablemente por medios
traicioneros, como el veneno, por ejemplo.

La Campana de la Muerte, Cap. XIII
Anthony Gilbert


Ni la pesada carreta del sueño que anda por los caminos triturando países donde la cal silenciosa del paisaje agrieta la piel y escalda los ojos,
    ni la mansa bestia que al agonizar rompe con sus cascos las sonoras baldosas de amplios y desolados aposentos,
    ni la mugrienta cortina que cubre el lecho empolvado de años sin misericordia ni edad.

    ni tanto elemento disperso que su memoria ha dejado entre los hombres
    —campanillas de hoteles de miseria, viejos navíos cuyos costados de metal hermosísimo carcome el salitre, escarcha de los cazadores, hondos disparos a la madrugada, humo de carboneros, pozo helado de las minas—
     tanta cosa en fin, que nos agobia con su paso verdadero y profético.
    Nada tiene ya esa tristeza de pálida fruta estéril que hiciera de su semblante un voraz dominador de lacerias,
    nada conserva ya la frágil armazón de su cuerpo de largos brazos blancos, tan ajeno a las armas y a la cópula ansiosa de sus abuelos guerreros.
    ¡Gloria de un clima! Loor al olvido que adelanta a través de las piedras que suelda el calicanto su lengua poderosa y magnífica de estirpe, como un lebrel de siglos que despierta a los hombres
    y los arroja de sus lechos para pegarlos a los vastos ventanales del alba, de la mañana amarga en la boca, sin orgullo, dura en el tiempo, ávida por siempre de insanas alegrías que más tarde han de brotar ampulosas
    como los flancos de mujeres enriquecidas en complicadas batallas a orillas de un mar gris, agrio y pobre de peces

                                   … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … … …

Por última vez hagamos memoria de sus hechos, cantemos sus lástimas de monarca encerrado en la mansión
    eficaz y tranquila que lentamente bebe su sangre de reptil indefenso y creyente.
    Cuánta mugrienta soledad cobija sus rezos interminables, sus vanas súplicas, su amor por la hembra tuerta y ardiente que consumiera unas pocas noches de remordida vigilia.

 

II

                   Batallas        Batallas        Batallas
        que recorren la tierra con prisa de animales sedietos
o semillas estériles de belleza instantánea.
                         Trapos que el viento baraja
               oliva       blanco       cobalto        púrpura
Savia confusa de la guerra, de la conquista humana de territorios que cubre un cielo antiguo protector de legiones,
  —corazas al viento de la tarde, rígidas estatuas de violencia sumergidas en alcoholes bárbaros—.
  Batallas sin voz. Batallas a medianoche en caminos anegados, entre carros atascados en el barro milenario.
                                                        … … … … … … … … … … …


reseña
(Muestra que se hace de la gente de guerra)


Incluimos también estos que perpetúan la desvirtuada magia de sus vidas:
   el insomne que trasiega los días y las noches y oye confesiones y no cede,
    el que volvió por su mujer y se perdió para siempre en la selva y gritó hasta apagar el rumor de las manadas voraces,
  el vestido de gualda y sangre que hacía hogueras en los caminos para quemar sus sandalias,
   el que dio muerte al rijoso sacristán y extendió a secar sus ropas en los tejados de la cárcel,
   el que volvió de Italia con las manos tersas y un andar afelpado de marica,
   el tratante en bestias de carga, que llenaba de tristeza y de luto la feria con sus heridas,
    la sostenedora de la fe, la insaciable y antigua predicadora de doctrinas en medio de los quejidos de su catre desvencijado,
    el Relator de Desastres, el mentiroso servil de infames bodas,
el guardián desencajado de las pesebreras que tiemblan de pavor y de frío bajo la llovizna;
    todos sus súbditos, su vasto pueblo rendido oscuramente entre aguas de verdad e historia grasienta como uniforme de prendería o pez de naufragio.


III

“No importa lo que venga después. Firme en la cera de mis años, deduzco de las espesas nubes de insectos que se mecen sobre los desperdicios del mercado, la suerte de las expediciones, el incendio veloz de cosechas y pueblos, los ritos y la ceremonia final de tres días con sus noches, celebrada con motivo de la muerte del Rey, un hombre triste y pesaroso padre de pálidos infantes sin malicia ni pena.”

Palabras de un arquero de Flandes.


De Primeros Poemas (1947)

 


 

El viaje

 


    No sé si en otro lugar he hablado del tren del que fui conductor. De todas maneras, es tan interesante este aspecto de mi vida, que me propongo referir ahora cuáles eran algunas de mis obligaciones en ese oficio y de qué manera las cumplía.
   El tren en cuestión salía del páramo el 20 de febrero de cada año y llegaba al lugar de su destino, una pequeña estación de veraneo situada en tierra caliente, entre el 8 y el 12 de noviembre. El recorrido total del tren era de 122 kilómetros, la mayor parte de los cuales los invertía descendiendo por entre brumosas montañas sembradas íntegramente de eucaliptos. (Siempre me ha extrañado que no se construyan violines con la madera de ese perfumado árbol de tan hermosa presencia. Quince años permanecí como conductor del tren y cada vez me sorprendía deliciosamente la riquísima gama de sonidos que despertaba la pequeña locomotora de color rosado, al cruzar los bosques de eucaliptos).
    Cuando llegábamos a la tierra templada y comenzaban a aparecer las primeras matas de plátano y los primeros cafetales, el tren aceleraba su marcha y cruzábamos veloces los vastos potreros donde pacían hermosas reses de largos cuernos. El perfume del pasto “yaraguá” nos perseguía entonces hasta llegar al lugarejo donde terminaba la carrilera.
    Constaba el tren de cuatro vagones y un furgón, pintados todos de color amarillo canario. No había diferencia alguna de clases entre un vagón y otro, pero cada uno era invariablemente ocupado por determinadas gentes. En el primero iban los ancianos y los ciegos; en el segundo los gitanos, los jóvenes de dudosas costumbres y, de vez en cuando, una viuda de furiosa y postrera adolescencia; en el tercero viajaban los matrimonios burgueses, los sacerdotes y los tratantes de caballos; el cuarto y último había sido escogido por las parejas de enamorados, ya fueran recién casados o se tratara de alocados muchachos que habían huido de sus hogares. Ya para terminar el viaje, comenzaban a oírse en este último coche los tiernos lloriqueos de más de una criatura y, por la noche, acompañadas por el traqueteo adormecedor de los rieles, las madres arrullaban a sus pequeños mientras los jóvenes padres salían a la plataforma para fumar un cigarrillo y comentar las excelencias de sus respectivas compañeras.
    La música del cuarto vagón se confunde en mi recuerdo con el ardiente clima de una tierra sembrada de jugosasguanábanas, en donde hermosas mujeres de mirada fija y lento paso escanciaban el guarapo en las noches de fiesta.
    Con frecuencia actuaba de sepulturero. Ya fuera un anciano fallecido en forma repentina o se tratara de un celoso joven del segundo vagón envenenado por sus compañeros, una vez sepultado el cadáver permanecíamos allí tres días vigilando el túmulo y orando ante la imagen de Cristóbal Colón, Santo Patrono del tren.
    Cuando estallaba un violento drama de celos entre los viajeros del segundo coche o entre los enamorados del cuarto, ordenaba detener el tren y dirimía la disputa. Los amantes reconciliados, o separados para siempre, sufrían los amargos y duros reproches de todos los demás viajeros. No es cualquier cosa permanecer en medio de un páramo helado o de una ardiente llanura donde el sol reverbera hasta agotar los ojos, oyendo las peores indecencias, enterándose de las más vulgares intimidades y descubriendo, como en un espejo de dos caras, tragedias que en nosotros transcurrieron soterradas y silenciosas, denunciando apenas su paso con un temblor en las rodillas o una febril ternura en el pecho.
    Los viajes nunca fueron anunciados previamente. Quienes conocían la existencia del tren, se pasaban a vivir a los coches uno o dos meses antes de partir, de tal manera que, a finales de febrero se completaba el pasaje con alguna ruborosa pareja que llegaba acezante o con un gitano de ojos de escupitajo y voz pastosa.
    En ocasiones sufríamos, ya en camino, demoras hasta de varias semanas debido a la caída de un viaducto. Días y noches nos atontaba la voz del torrente, en donde se bañaban los viajeros más arriesgados. Una vez reconstruido el paso, continuaba el viaje. Todos dejábamos un ángel feliz de nuestra memoria rondando por la fecunda cascada, cuyo ruido permanecía intacto y, de repente, pasados los años, nos despertaba sobresaltados, en medio de la noche.
  Cierto día me enamoré perdidamente de una hermosa muchacha que había quedado viuda durante el viaje. Llegado que hubo el tren a la estación terminal del trayecto me fugué con ella. Después de un penoso viaje nos establecimos a orillas del Gran Río, en donde ejercí por muchos años el oficio de colector de impuestos sobre la pesca del pez púrpura que abunda en esas aguas.
  Respecto al tren, supe que había sido abandonado definitivamente y que servía a los ardientes propósitos de los veraneantes. Una tupida maraña de enredaderas y bejucos invade ahora completamente los vagones y los azulejos han fabricado su nido en la locomotora y el furgón.

 

De Primeros Poemas
(1948)

 


 

“204”


I
      Escucha Escucha Escucha
la voz de los hoteles,
de los cuartosaún sin arreglar,
los diálogos en los oscuros pasillos que adorna una
    raída alfombra escarlata,
por donde se apresuran los sirvientes que salen al
    amanecer como espantados murciélagos

     Escucha Escucha Escucha

los murmullos en la escalera; las voces que vienen de
    la cocina, donde se fragua un agrio olor a comida
    que muy pronto estará en todas partes, el ronroneo
    de los ascensores

      Escucha Escucha Escucha

a la hermosa inquilina del “204” que despereza sus        
    miembros y se queja y extiende su viuda desnudez
    sobre la cama. De su cuerpo sale un vaho tibio de
    campo recién llovido.

¡Ay qué tránsito el de sus noches tremolantes
    como las banderas en los estadios!

      Escucha Escucha Escucha

el agua que gotea en los lavatorios, en las gradas que  
    invade un resbaloso y maloliente verdín. Nada hay
    sino una sombra, una tibia y espesa sombra que
    todo lo cubre.

Sobre esas losas —cuando el mediodía siembre de
    monedas el mugriento piso— su cuerpo inmenso y
    blanco sabrá moverse, dócil para las lides del tá-
    lamo y conocedor de los más variados caminos.
    El agua lavará la impureza y renovará las fuentes
    del deseo.

       Escucha Escucha Escucha

la incansable viajera abre las ventanas y aspira el
    aire que viene de la calle. Un desocupado la silba
    desde la acera del frente y ella estremece sus flan-
    cos en respuesta al incógnito llamado.


II

De la ortiga al granizo
del granizo al terciopelo
del terciopelo a los orinales
de los orinales al río
del río a las amargas algas
de las algas amargas a la ortiga
de la ortiga al granizo
del granizo al terciopelo
del terciopelo al hotel

      Escucha Escucha Escucha

la oración matinal de la inquilina
su grito que recorre los pasillos
y despierta despavoridos a los durmientes,
el grito del “204”:
¡Señor, Señor, por qué me has abandonado!


De Los elementos del desastre

 


 

Los elementos del desastre


1
   Una pieza de hotel ocupada por distracción o prisa, cuán pronto nos revela sus proféticos tesoros. El arrogante granadero, “bersagliere” funambulesco, el rey muerto por los terroristas, cuyo cadáver des-pernancado en el coche, se mancha precipitadamente de sangre, el desnudo tentador de senos argivos y caderas 1900, la libreta de apuntes y los dibujos obscenos que olvidara un agente viajero. Una pieza de hotel en tierras de calor y vegetales de tierno tronco y hojas de plateada pelusa, esconde su cosecha siempre renovada tras el pálido orín de las ventanas.


2
   No espera a que estemos completamente despiertos. Entre el ruido de dos camiones que cruzan veloces el pueblo, pasada la medianoche, fluye la música lejana de una humilde vitrola que lenta e insistente nos lleva hasta los años de imprevistos sudores y agrio aliento, al tiempo de los baños de todo el día en el río torrentoso y helado que corre entre el alto muro de los montes. De repente calla la música para dejar únicamente el bordoneo de un grueso y tibio insecto que se debate en su ronca agonía, hasta cuando el alba lo derriba de un golpe traicionero.

 


3
    Nada ofrece de particular su cuerpo. Ni siquiera la esperanza de una vaga armonía que nos sorprenda cuando llegue la hora de desnudarse. En su cara, su semblante de anchos pómulos, grandes ojos oscuros y acuosos, la boca enorme brotada como la carne de un fruto en descomposición, su melancólico y torpe lenguaje, su frente estrecha limitada por la pelambre salvaje que se desparrama como maldición de soldado. Nada más que su rostro advertido de pronto desde el tren que viaja entre dos estaciones anónimas; cuando bajaba hacia el cafetal para hacer su limpieza matutina.

 
 


4
    Los guerreros, hermano, los guerreros cruzan países y climas con el rostro ensangrentado y polvoso y el rígido ademán que los precipita a la muerte. Los guerreros esperados por años y cuya cabalgata furiosa nos arroja a la medianoche del lecho, para divisar a lo lejos el brillo de sus arreos que se pierde allá, más abajo de las estrellas.
    Los guerreros, hermano, los guerreros del sueño que
te dije.

 
 


5
    El zumbido de una charla de hombres que descansaban sobre los bultos de café y mercancías, su poderosa risa al evocar mujeres poseídas hace años, el recuento minucioso y pausado de extraños accidentes y crímenes memorables, el torpe silencio que se extendía sobre las voces, como un tapete gris de hastío, como un manoseado territorio de aventura… todo ello fue causa de una vigilia inolvidable.

 
 


6
  La hiel de los terneros que macula los blancos tendones palpitantes del alba.

 
 


7
    Un hidroavión de juguete tallado en blanda y pálida madera sin peso, baja por el ancho río de corriente tranquila, barrosa. Ni se mece siquiera, conservando esa gracia blanca y sólida que adquieren los aviones al llegar a las grandes selvas tropicales. Qué vasto silencio impone su terso navegar sin estela. Va sin miedo a morir entre la marejada rencorosa de un océano de aguas frías y violentas.

 
 


8
    Me refiero a los ataúdes, a su penetrante aroma de pino verde trabajado con prisa, a su carga de esencias en blanda y lechosa descomposición, a los estampidos de la madera fresca que sorprenden la noche de las bóvedas como disparos de cazador ebrio.

 


9
    Cuando el trapiche se detiene y queda únicamente el espeso borboteo de la miel en los fondos, un grillo lanza su chillido desde los pozuelos de agrio guarapo espumoso. Así termina la pesadilla de una siesta sofocante, herida de extraños y urgentes deseos despertados por el calor que rebota sobre el dombo verde y brillante de los cafetales.

 
 


10
    Afuera, al vasto mar lo mece el vuelo de un pájaro dormido en la hueca inmensidad del aire.
    Un ave de alas recortadas y seguras, oscuras y augurales,
    el pico cerrado y firme, cuenta los años que vienen como una gris marea pegajosa y violenta.

 
 


11
    Por encima de la roja nube que se cierne sobre la ciudad nocturna, por encima del afanoso ruido de quienes buscan su lecho, pasa un pueblo de bestias libres en vuelo silencioso y fácil.
    En sus rosadas gargantas reposa el grito definitivo y certero. El silencio ciego de los que descansan sube hasta tan alto.


12
    Hay que sorprender la reposada energía de los grandes ríos de aguas pardas que reparten su elemento en las cenagosas extensiones de la selva, en donde se crían los peces más voraces y las más blandas y mansas serpientes. Allí se desnuda un pueblo de altas hembras de espalda sedosa y dientes separados y firmes con los cuales muerden la dura roca del día.

De Los elementos del desastre

 


 

 

El húsar

 
A Casimiro Eiger
 

I

 

    En las ciudades que conocen su nombre y el felpudo golpe de su caballo
lo llaman arcángel de los trenes,
sostenedor de escaños en los parques,
furia de los sauces.

    Rompe la niebla de su poder —la espesa bruma de su fama de hombre rabioso y rico en deseos—
   el filo de su sable comido de orín y soledad, de su sable sin brillo y humillado en los zaguanes.

   Los dorados adornos de su dolmán rojo cadmio, alegran el polvo del camino por donde transitan carretas y mulos hechizados.
    ¡Oh la gracia fresca de sus espuelas de plata que rasgan la piel centenaria del caballo
    como el pico luminoso de un buitre de sabios ademanes!
    Fina sonrisa del húsar que oculta la luna con su pardo morrión y se baña la cara en las acequias.
    Brilla su sonrisa en el agua que golpea las piedras del río,
las enormes piedras en donde lloró su madre noches de abandono.
   Basta la trama de celestes venas que se evidencia en sus manos y que cerca su profundo ombligo para llenar este canto,
para darle la gota de sabiduría que merece.
    Memoria del húsar trenzada en calurosos mediodías cuando la plaza se abandona a una invasión de sol y moscas metálicas.
    Gloria del húsar disuelta en alcoholes de interminable aroma.
     Fe en su andar cadencioso y grave,
   en el ritmo de sus poderosas piernas forradas en paño azul marino.
   Sus luchas, sus amores, sus duelos antiguos, sus inefables ojos, el golpe certero de sus enormes guantes,
    son el motivo de este poema.
    Alabemos hasta el fin de su vida la doctrina que brota de sus labios ungidos por la ciencia de fecundas maldiciones.

 


II

 

    Los rebaños con los ojos irritados por las continuas lluvias, se refugiaron en bosques de amargas hojas.
  La ciudad supo de este viaje y adivinó temerosa las consecuencias que traería un insensato designio del guardián de sus calles y plazas.
   En los prostíbulos, las caras de los santos iluminadas con humildes velas de sebo, bailaban entre un humo fétido que invadía los aposentos interiores.
    No hay fábula en esto que se narra.
  La fábula vino después con su pasión de batalla y el brillo vespertino del acero.
    “En la muerte descansaré como en el trono de un monarca milenario.”
    Esto escribió con su sable en el polvo de la plaza. Los rebaños borraron las letras con sus pezuñas, pero ya el grito circulaba por toda la ciudad.
    El mar llenó sus botas de algas y verdes fucos,
    la arena salinosa oxidó sus espuelas,
  el viento de la mañana empapó su rizada cabellera con la espuma recogida en la extensión del océano.
    Solitario,
    esperaba el paso de los años que derrumbarían su fe,
   el tiempo bárbaro en que su gloria había de comentarse en los hoteles.
    Entre la lluvia se destacaría su silueta y las brillantes hojas de los plátanos se iluminan con la hoguera que consume su historia.
   El templado parche de los tambores arroja la perla que prolonga su ruido en las cañadas y en el alto y vasto cielo de los campos.
    Todo esto —su espera en el mar, la profecía de su prestigio y el fin de su generoso destino— sucedió antes de la feria.
    Una mujer desnuda, enloqueció a los mercaderes…
   Este será el motivo de otro relato. Un relato de las Tierras Bajas.

 


III

 

    Bajo la verde y nutrida cúpula de un cafeto y sobre el húmedo piso acolchado de insectos, supo de las delicias de un amor brindado por una mujer de las Tierras Bajas.
   Una lavandera a quien amó después en amargo silencio, cuando ya había olvidado su nombre.
    Sentado en las graderías del museo, con el morrión entre las piernas, bajó hasta sus entrañas la angustia de las horas perdidas y con súbito ademán rechazó aquel recuerdo que quería conservar intacto para las horas de prueba.
    Para las difíciles horas que agotan con la espera de un tiempo que restituya el hollín de la refriega.
    Entretanto era menester custodiar la reputación de las reinas.
  Un enorme cangrejo salió de la fuente para predicar una doctrina de piedad hacia las mujeres que orinaron sobre su caparazón charolado. Nadie le prestó atención y los muchachos del pueblo lo crucificaron por la tarde en la puerta de una taberna.
    El castigo no se hizo esperar y en el remolino de miseria que barrió con todo, el húsar se confundió con el nombre de los pueblos, los árboles y las canciones que habían alabado el sacrificio.
   Difícil se hace seguir sus huellas y únicamente en algunas estaciones suburbanas se conserva indeleble su recuerdo:
    la fina piel de nutria que lo resguardaba de la escarcha en la víspera de las grandes batallas
    y el humillado golpe de sus tacones en el enlosado de viejas catedrales.
   ¡Cantemos la Corona de Hierro que oprime sus sienes y el ungüento que corre por sus caderas para siempre inmóviles!

 


IV

 

    Vino la plaga.
    Sus arreos fueron hallados en la pieza de una posada.
   Más adelante, a la orilla de una carretera, estaba el morrión comido por las hormigas.
    Después se descubrieron más rastros de sus pasos:
    Arlequines de tiza y siempreviva,
    ojos rapaces y pálida garganta.
    El mosto del centenario vino que se encharca en las bodegas.
    El poderío de su brazo y su sombra de bronce.
   El vitral que relata sus amores y rememora su última batalla, se oscurece día a día con el humo de las lámparas que alimenta un aceite maligno.
   Como el grito de una sirena que anuncia a los barcos un cardumen de peces escarlata, así el lamento de la que más lo amara,
    la que dejó su casa a cambio de dormir con su sable bajo la almohada y besar su tenso vientre de soldado.
    Como se extienden o aflojan las velas de un navío, como al amanecer despega la niebla que cobija los aeródromos, como la travesía de un hombre descalzo por entre un bosque en silencio, así se difundió la noticia de su muerte,
   el dolor de sus heridas abiertas al sol de la tarde, sin pestilencia, pero con la notoria máscara de un espontáneo desleimiento.
     Y no cabe la verdad en esto que se relata. No queda en las palabras todo el ebrio tumbo de su vida, el paso sonoro de sus mejores días que motivaron el canto, su figura ejemplar, sus pecados como valiosas monedas, sus armas eficaces y hermosas.

 


V

 

Las batallas 

 
 

    Cese ya el elogio y el recuento de sus virtudes y el canto de sus hechos. Lejana la época de su dominio, perdidos los años que pasaron sumergidos en el torbellino de su ansiosa belleza, hagamos el último intento de reconstruir sus batallas, para jamás volver a ocuparnos de él, para disolver su recuerdo como la tinta del pulpo en el vasto océano tranquilo.

1

 

   La decisión de vencer lo lleva sereno en medio de sus enemigos, que huyen como ratas al sol y antes de perderse para siempre vuelven la cabeza para admirar esa figura que se yergue en su oscuro caballo y de cuya boca salen las palabras más obscenas y antiguas.

2

 

    Huyó a la molicie de las Tierras Bajas. Hacia las hondas cañadas de agua verde, lenta con el peso de las hojas de carboneros y cámbulos —negra sustancia fermentada. Allí, tendido, se dejó crecer la barba y padeció fuertes calambres de tanto comer frutas verdes y soñar incómodos deseos.

3

 

    Un mostrador de zinc gastado y húmedo retrató su rostro ebrio y descompuesto. La revuelta cabeza de cabellos sucios de barro y sangre golpeó varias veces las desconchadas paredes de la estancia hasta descansar, por una corta noche, en el regazo de una paciente y olvidada mujerzuela.

4

    El nombre de los navíos, la humedad de las minas, el viento de los páramos, la sequedad de la madera, la sombra gris en la piedra de afilar, la tortura de los insectos aprisionados en los vagones por reparar, el hastío de las horas anteriores al mediodía cuando aún no se sabe qué sabor intenso prepara la tarde, en fin, todas las materias que lo llevaron a olvidar a los hombres, a desconfiar de las bestias y a entregarse por entero a mujeres de ademanes amorosos y piernas de anamita; todos estos elementos lo vencieron definitivamente, lo sepultaron en la gruesa marea de poderes ajenos a su estirpe maravillosa y enérgica.


De Los elementos del desastre

 

 

 

 


 

Nocturno


La fiebre atrae el canto de un pájaro andrógino
y abre caminos a un placer insaciable
que se ramifica y cruza el cuerpo de la tierra.
¡Oh el infructuoso navegar alrededor de las islas
donde las mujeres ofrecen al viajero
la fresca balanza de sus senos
y una extensión de terror en las caderas!
La piel pálida y tersa del día
cae como la cáscara de un fruto infame.
La fiebre atrae el canto de los resumideros
donde el agua atropella los desperdicios.

De Los elementos del desastre

 


El festín de Baltasar



En la sombra de las altas salas de casta piedra,
murmura aún la bestia del banquete su rezo interminable.
Un quieto polvo reunido por los años, apaga la música de los amargos cobres que anunciaron las últimas palabras.
Descansa su débil materia en el perfil de las bestias detenidas en el amplio gesto del león que se debate contra las duras lanzas del día, contra las aguas de la muerte.
Sus fauces dicen aún de la violenta grandeza del pasado,
cuando los mulos de dura carne coceaban indefensos en los patios interiores y los sirvientes salían
a contemplarlos en los intermedios obligados del festín.
En la vasta oquedad de los aposentos, un ruido seco y extendido
de madera con madera, de agua con hollín en los vertederos del
    puerto,
despierta los ciegos insectos y ondea las telarañas
como banderas en la niebla de una emboscada matutina.
Son sus pasos que perduran, el ruido de sus armas,
el crujir de sus ágiles huesos de guerrero,
el parpadeo febril de sus ojos,
su tacto seguro sobre las cosas cotidianas,
ese moverse suyo sobre la tierra, como quien llega para dar una orden y parte de nuevo.
No le bastaron las violentas y espumosas torrenteras,
a donde iban a morir los peces contra las lisas piedras marcadas con su paso de cinco hermosos dedos de hábil cazador.
No bastaron a su desordenada condición de príncipe,
los bosques sombríos en donde las hojas metálicas de los árboles
murmuraban la plegaria de un otoño inminente.
Nada hubo para el sosiego de su ira
como zarza que arde en ronco duelo.
Ni los continuos viajes al reino de las reposadas soberanas
cuyo sexo regía un balanceo intermitente y solar de las caderas,
ni menos aún su peregrinación por las playas expósitas,
anchas como la hoja del banano
y visitadas por un mar en extremo frío.
—Ceniza diluida en los blancos manteles del alba—
Cuando el cansancio le cerró todos los caminos,
surgió la idea del banquete.
Las cosas sagradas acumularon su hastío
y prepararon el lecho de su último día.
Lo de los vasos no tenía importancia.
Otros antes que él los habían profanado
con intenciones aún más oscuras.
Ellos mismos, embrutecidos por la contemplación
de su Dios cauteloso y artero,
habían, en ocasiones, pecado con los vasos,
haciendo rodar por el suelo los pesados candelabros del templo
y rasgado los grises velos del altar.
Tampoco la bulliciosa presencia de las rameras
fue la causa de la ira. Su país era un país de mujeres.
Frías a menudo y descuidadas de su placer,
pero en ocasiones viciosas y crueles, ávidas e insaciables
como las rojizas arenas en viaje
que cubren ciudades y penetran largamente en el mar.
La ira vino por más escondidos caminos,
por fuentes aún más secretas
que manaban de la soledad de su mandato,
como la herida que libera sus duelos
o como se oxida el metal de las quillas.
La fecha señalada se acercaba por entre semanas de sopor y 
   fastidio.
Días y días de creciente quietud y de notorio silencio,
precedieron al pausado desfile de los elegidos.
Una gran tristeza se hizo en el reino.
El plazo se acercaba y la tranquilidad del monarca
se extendió como un oscuro manto de lluvia tibia y menuda
que golpea en el seco polvo de la espera.
¿Cómo decir de este tiempo durante el cual se prepararon tantos
    hechos?
¿Cómo compararlo en su curso al parecer tan manso
y sin embargo cargado de tan arduas y terribles
    especies?
Tal vez a un cable que veloz se desenrolla dividiendo el hastío.
O, mejor, al sueño de caballos indómitos
que detiene la noche en mitad de su furia.
Las sombras en las paredes, humo sin alma de las antorchas,
huyeron con la llegada de los invitados.
Unos acudían con un ave en el hombro y perfil de moneda.
Otros, untuosos y con razones de especiosa prudencia.
Muchos con la gris sencillez del guerrero
y algunos, los menos, observaban desconfiados
sabiendo con certeza lo que más tarde vendría,
pues llegaban de muy lejos y esto los hacía agudos y sabios.
Del rojizo brillo de las armas
que amontonaron en un rincón del recinto, partió la orden.
Los humildes, los oscuros servidores,
contemplaban la tierra vagamente,
como si buscaran en su pasado
la hora del sosiego o la parda raíz de su duelo.
Adentro, todos los hombres de pie, los soberbios invitados,
alzan el brazo y proclaman su presencia en altas voces.
Y así comenzó el monótono treno del festín.
Así se inició el pesado oleaje de palabras y gestos que marca el vino con la blanca señal de su paso,
con su corona de doble filo.
De lo demás, ya se sabe.
Es una antigua secuencia de trajinada memoria.
Después de las tres palabras, cuando la mano que las había
    escrito
se disolvió en la sombra del techo de cedro,
el reino supo de su fin, de la consumación de su gloria.
La gestión del desorden se hizo a la madrugada,
el cuerpo rígido esperaba en imponente extensión, con los ojos fijos ya para siempre en la tranquila guarida
que buscara con tanto empeño.
Vidrios azules de la noche, astros en ruta.
Fija rueda sin dientes con la lisa huella del desastre. Viento destronado del alba
que pasa sin tocar las más altas copas de los árboles, sin barrer las terrazas del mercado, sin sombra siquiera.
La mansa tierra de su reino apaciguado, sostiene sus despojos,
en espera del funeral de olvido que se prepara en el fondo de sus
    ojos,
como la llegada de una nube antigua
nacida en medio del mar que mece el sol del mediodía.

De Los elementos del desastre

 

Amén


Que te acoja la muerte
con todos tus sueños intactos.
Al retorno de una furiosa adolescencia,
al comienzo de las vacaciones que nunca te dieron,
te distinguirá la muerte con su primer aviso.
Te abrirá los ojos a sus grandes aguas,
te iniciará en su constante brisa de otro mundo.
La muerte se confundirá con tus sueños
y en ellos reconocerá los signos
que antaño fuera dejando,
como un cazador que a su regreso
reconoce sus marcas en la brecha.

De Los trabajos perdidos

 


 

Nocturno


Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales.
Sobre las hojas de plátano,
sobre las altas ramas de los cámbulos,
ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y vastísima
que crece las acequias y comienza a henchir los ríos
que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales.
La lluvia sobre el zinc de los tejados
canta su presencia y me aleja del sueño
hasta dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego,
en la noche fresquísima que chorrea
por entre la bóveda de los cafetos
y escurre por el enfermo tronco de los balsos gigantes.
Ahora, de repente, en mitad de la noche
ha regresado la lluvia sobre los cafetales
y entre el vocerío vegetal de las aguas
me llega la intacta materia de otros días
salvada del ajeno trabajo de los años.

De Los trabajos perdido

 


 

Grieta matinal


Cala tu miseria,
sondéala, conoce sus más escondidas cavernas.
Aceita los engranajes de tu miseria,
ponla en tu camino, ábrete paso con ella
y en cada puerta golpea
con los blancos cartílagos de tu miseria.
Compárala con la de otras gentes
y mide bien el asombro de sus diferencias,
la singular agudeza de sus bordes.
Ampárate en los suaves ángulos de tu miseria.
Ten presente a cada hora
que su materia es tu materia,
el único puerto del que conoces cada rada,
cada boya, cada señal desde la cálida tierra
donde llegas a reinar como Crusoe
entre la muchedumbre de sombras
que te rozan y con las que tropiezas
sin entender su propósito ni su costumbre.
Cultiva tu miseria,
hazla perdurable,
aliméntate de su savia,
envuélvete en el manto tejido con sus más secretos hilos.
Aprende a reconocerla entre todas,
no permitas que sea familiar a los otros
ni que la prolonguen abusivamente los tuyos.
Que te sea como agua bautismal
brotada de las grandes cloacas municipales,
como los arroyos que nacen en los mataderos.
Que se confunda con tus entrañas, tu miseria;
que contenga desde ahora los capítulos de tu muerte,
los elementos de tu más certero abandono.
Nunca dejes de lado tu miseria,
así descanses a su vera
como junto al blanco cuerpo
del que se ha retirado el deseo.
Ten siempre lista tu miseria
y no permitas que se evada por distracción o engaño. Aprende a reconocerla hasta en sus más breves signos:
el encogerse de las finas hojas del carbonero,
el abrirse de las flores con la primera frescura de la tarde,
la soledad de una jaula de circo varada en el lodo
del camino, el hollín en los arrabales,
el vaso de latón que mide la sopa en los cuarteles,
la ropa desordenada de los ciegos,
las campanillas que agotan su llamado
en el solar sembrado de eucaliptos,
el yodo de las navegaciones.
No mezcles tu miseria en los asuntos de cada día.
Aprende a guardarla para las horas de tu solaz
y teje con ella la verdadera,
la sola materia perdurable
de tu episodio sobre la tierra.

De Los trabajos perdidos

 


 

Cita


In memoriam J. G. D
.


Bien sea a la orilla del río que baja de la cordillera golpeando sus aguas contra troncos y metales dormidos,
en el primer puente que lo cruza y que atraviesa el tren
en un estruendo que se confunde con el de las aguas; allí, bajo la plancha de cemento,
con sus telarañas y sus grietas
donde moran grandes insectos y duermen los murciélagos;
allí, junto a la fresca espuma que salta contra las piedras;
allí bien pudiera ser.
O tal vez en un cuarto de hotel,
en una ciudad a donde acuden los tratantes de ganado,
los comerciantes en mieles, los tostadores de café.
A la hora de mayor bullicio en las calles,
cuando se encienden las primeras luces
y se abren los burdeles
y de las cantinas sube la algarabía de los tocadiscos,
el chocar de los vasos y el golpe de las bolas de billar;
a esa hora convendría la cita
y tampoco habría esta vez incómodos testigos,
ni gentes de nuestro trato,
ni nada distinto de lo que antes te dije;
una pieza de hotel, con su aroma a jabón barato
y su cama manchada por la cópula urbana
de los ahítos hacendados.
O quizá en el hangar abandonado en la selva,
a donde arrimaban los hidroaviones para dejar el correo.
Hay allí un cierto sosiego, un gótico recogimiento
bajo la estructura de vigas metálicas
invadidas por el óxido
y teñidas por un polen color naranja.
Afuera, el lento desorden de la selva,
su espeso aliento recorrido
de pronto por la gritería de los monos
y las bandadas de aves grasientas y rijosas.
Adentro, un aire suave poblado de líquenes
listado por el tañido de las láminas.
También allí la soledad necesaria,
el indispensable desamparo, el acre albedrío.
Otros lugares habría y muy diversas circunstancias; pero al cabo es en nosotros
donde sucede el encuentro
y de nada sirve prepararlo ni esperarlo.
La muerte bienvenida nos exime de toda vana sorpresa.

De Los trabajos perdidos

 


 

Ciudad


Un llanto,
un llanto de mujer
interminable,
sosegado,
casi tranquilo.
En la noche, un llanto de mujer me ha despertado.
Primero un ruido de cerradura,
después unos pies que vacilan
y luego, de pronto, el llanto.
Suspiros intermitentes
como caídas de un agua interior,
densa,
imperiosa,
inagotable,
como esclusa que acumula y libera sus aguas
o como hélice secreta           
que detiene y reanuda su trabajo
trasegando el blanco tiempo de la noche.
Toda la ciudad se ha ido llenando de este llanto,
hasta los solares donde se amontonan las basuras,
bajo las cúpulas de los hospitales,
sobre las terrazas del verano,
en las discretas celdas de la prostitución,
en los papeles que se deslizan por solitarias avenidas,
con el tibio vaho de ciertas cocinas militares,
en las medallas que reposan en joyeros de teca,
un llanto de mujer que ha llorado largamente
en el cuarto vecino,
por todos los que cavan su tumba en el sueño,
por los que vigilan la mina del tiempo,
por mí que lo escucho
sin conocer otra cosa
que su frágil rodar por la intemperie
persiguiendo las calladas arenas del alba.

De Los trabajos perdidos

 


 

Cita


Y ahora que sé que nunca visitaré Estambul,
me entero que me esperan en la calle de Shidah Kardessi,
en el cuarto que está encima de la tienda del oculista.
Un golpe de aguas contra las piedras de la fortaleza,
me llamará cada día y cada noche
hasta cuando todo haya terminado.
Me llamará sin otra esperanza
que la del azar agridulce
que tira de los hilos neciamente
sin atender la música
ni seguir el asunto en el libreto.
Entretanto, en la calle de Shidah Kardessi
tomo posesión de mis asuntos
mientras se extiende el tiempo
en ondas crecientes y sin pausa
desde el cuarto que está encima
de la tienda del oculista

De Los trabajos perdidos

 


 

La muerte del capitán Cook


    Cuando le preguntaron cómo era Grecia, habló de una larga fila de casas de salud levantadas a orillas de un mar cuyas aguas emponzoñadas llegaban hasta las angostas playas de agudos guijarros, en olas lentas como el aceite.
    Cuando le preguntaron cómo era Francia, recordó un breve pasillo entre dos oficinas públicas en donde unos guardias tiñosos registraban a una mujer que sonreía avergonzada, mientras del patio subía un chapoteo de cables en el agua.
    Cuando le preguntaron cómo era Roma, descubrió una fresca cicatriz en la ingle que dijo ser de una herida recibida al intentar romper los cristales de un tranvía abandonado en las afueras y en el cual unas mujeres embalsamaban a sus muertos.
    Cuando le preguntaron si había visto el desierto, explicó con detalle las costumbres eróticas y el calendario migratorio de los insectos que anidan en las porosidades de los mármoles comidos por el salitre de las radas y gastados por el manoseo de los comerciantes del litoral.
    Cuando le preguntaron cómo era Bélgica, estableció la relación entre el debilitamiento del deseo ante una mujer desnuda que, tendida de espaldas, sonríe torpemente y la oxidación intermitente y progresiva de ciertas armas de fuego.
    Cuando le preguntaron por un puerto del Estrecho, mostró el ojo disecado de un ave de rapiña dentro del cual danzaban las sombras del canto.
    Cuando le preguntaron hasta dónde había ido, respondió que un carguero lo había dejado en Valparaíso para cuidar de una ciega que cantaba en las plazas y decía haber sido deslumbrada por la luz de la Anunciación.


De Los trabajos perdidos

 


 

Señal


Van a cerrar el parque.
En los estanques
nacen de pronto amplias cavernas
en donde un tenue palpitar de hojas
denuncia los árboles en sombra.
Una sangre débil de consistencia
una savia rosácea,
se ha vertido sin descanso
en ciertos rincones del bosque,
sobre ciertos bancos.
Van a cerrar el parque
y la infancia de días impasibles y asoleados,
se perderá para siempre en la irrescatable tiniebla.
He alzado un brazo para impedirlo;
ahora, más tarde, cuando ya nada puede hacerse.
Intento llamar y una gasa funeral
me ahoga todo sonido
no dejando otra vida
que esta de cada día
usada y ajena
a la tensa vigilia de otros años.

De Los trabajos perdidos

 


 

Sonata


Otra vez el tiempo te ha traído
al cerco de mis sueños funerales.
Tu piel, cierta humedad salina,
tus ojos asombrados de otros días,
con tu voz han venido, con tu pelo.
El tiempo, muchacha, que trabaja
como loba que entierra a sus cachorros
como óxido en las armas de caza,
como alga en la quilla del navío,
como lengua que lame la sal de los dormidos,
como el aire que sube de las minas,
como tren en la noche de los páramos.
De su opaco trabajo nos nutrimos
como pan de cristiano o rancia carne
que se enjuta en la fiebre de los ghettos.
A la sombra del tiempo, amiga mía,
un agua mansa de acequia me devuelve
lo que guardo de ti para ayudarme
a llegar hasta el fin de cada día.

De Los trabajos perdidos

 


 

Poema de lástimas a la muerte de Marcel


¿En qué rincón de tu alcoba, ante qué espejo,
tras qué olvidado frasco de jarabe,
hiciste tu pacto?
Cumplida la tregua de años, de meses,
de semanas de asfixia,
de interminables días del verano
vividos entre gruesos edredones,
buscando, llamando, rescatando,
la semilla intacta del tiempo,
construyendo un laberinto perdurable
donde el hábito pierde su especial energía,
su voraz exterminio;
la muerte acecha a los pies de tu cama,
labrando en tu rostro milenario
la máscara letal de tu agonía.
Se pega a tu oscuro pelo de rabino,
cava el pozo febril de tus ojeras
y algo de seca flor, de tenue ceniza volcánica,
de lavado vendaje de mendigo,
extiende por tu cuerpo
como un leve sudario de otro mundo
o un borroso sello que perdura.
Ahora la ves erguirse, venir hacia ti,
herirte en pleno pecho malamente
y pides a Celeste que abra las ventanas
donde el otoño golpea como una bestia herida.
Pero ella no te oye ya, no te comprende,
e inútilmente acude con presurosos dedos de hilandera
para abrir aún más las llaves del oxígeno
y pasarte un poco del aire que te esquiva
y aliviar tu estertor de supliciado.
Monsieur Marcel ne se rend compte de rien,
explica a tus amigos
que escépticos preguntan por tus males
y la llamas con el ronco ahogo del que inhala
el último aliento de su vida.
Tiendes tus manos al seco vacío del mundo,
rasgas la piel de tu garganta,
saltan tus dulces ojos de otros días
y por última vez tu pecho se alza
en un violento esfuerzo por librarse
del peso de la losa que te espera.
El silencio se hace en tus dominios,
mientras te precipitas vertiginosamente
hacia el nostálgico limbo donde habitan,
a la orilla del tiempo, tus criaturas.
Vagas sombras cruzan por tu rostro
a medida que ganas a la muerte
una nueva porción de tus asuntos
y, borrando el desorden de una larga agonía,
surgen tus facciones de astuto cazador babilónico,
emergen del fondo de las aguas funerales
para mostrar al mundo
la fértil permanencia de tu sueño,
la ruina del tiempo y las costumbres
en la frágil materia de los años.

De Los trabajos perdidos

 


 

Exilio


Voz del exilio, voz de pozo cegado,
voz huérfana, gran voz que se levanta
como hierba furiosa o pezuña de bestia,
voz sorda del exilio,
hoy ha brotado como una espesa sangre
reclamando mansamente su lugar
en algún sitio del mundo.
Hoy ha llamado en mí
el griterío de las aves que pasan en verde algarabía
sobre los cafetales, sobre las ceremoniosas hojas del banano,
sobre las heladas espumas que bajan de los páramos,
golpeando y sonando
y arrastrando consigo la pulpa del café
y las densas flores de los cámbulos.

Hoy, algo se ha detenido dentro de mí,
un espeso remanso hace girar,
de pronto, lenta, dulcemente,
rescatados en la superficie agitada de sus aguas,
ciertos días, ciertas horas del pasado,
a los que se aferra furiosamente
la materia más secreta y eficaz de mi vida.
Flotan ahora como troncos de tierno balso,
en serena evidencia de fieles testigos
y a ellos me acojo en este largo presente de exilado.

En el café, en casa de amigos, tornan con dolor desteñido
Teruel, Jarama, Madrid, Irún, Somosierra, Valencia
y luego Perpignan, Argeles, Dakar, Marsella.
A su rabia me uno, a su miseria
y olvido así quién soy, de dónde vengo
hasta cuando una noche
comienza el golpeteo de la lluvia
y corre el agua por las calles en silencio
y un olor húmedo y cierto
me regresa a las grandes noches del Tolima
en donde un vasto desorden de aguas
grita hasta el alba su vocerío vegetal;
su destronado poder, entre las ramas del sombrío,
chorrea aún en la mañana
acallando el borboteo espeso de la miel
en los pulidos calderos de cobre.

Y es entonces cuando peso mi exilio
y mido la irrescatable soledad de lo perdido
por lo que de anticipada muerte me corresponde
en cada hora, en cada día de ausencia
que lleno con asuntos y con seres
cuya extranjera condición me empuja
hacia la cal definitiva
de un sueño que roerá sus propias vestiduras,
hechas de una corteza de materias
desterradas por los años y el olvido.

De Los trabajos perdidos

 


 

Sonata


¿Sabes qué te esperaba tras esos pasos del arpa llamándote de 
    otro tiempo, de otros días?
¿Sabes por qué un rostro, un gesto, visto desde el tren que se
    detiene al final del viaje,
antes de perderte en la ciudad que resbala entre la niebla y la
    lluvia,
vuelven un día a visitarte, a decirte con unos labios sin voz, la
    palabra que tal vez iba a salvarte?
¡A dónde has ido a plantar tus tiendas! ¿Por qué esa ancla que
    revuelve las profundidades ciegamente y tú nada sabes?
Una gran extensión de agua suavemente se mece en vastas
    regiones ofrecidas al sol de la tarde;
aguas del gran río que luchan contra un mar en extremo cruel y
    helado, que levanta sus olas contra el cielo y va a perderlas
    tristemente en la lodosa sabana del delta.
Tal vez eso pueda ser.
Tal vez allí te digan algo.
O callen fieramente y nada sepas.
¿Recuerdas cuando bajó al comedor para desayunar y la viste de
    pronto, más niña, más lejana, más bella que nunca?
También allí esperaba algo emboscado.
Lo supiste por cierto sordo dolor que cierra el pecho.
Pero alguien habló.
Un sirviente dejó caer un plato.
Una risa en la mesa vecina,
algo rompió la cuerda que te sacaba del profundo pozo como a 
    José los mercaderes.
Hablaste entonces y sólo te quedó esa tristeza que ya sabes
y el dulceamargo encanto por su asombro ante el mundo,
alzado al aire de cada día como un estandarte que
señalara tu presencia y el sitio de tus batallas.
¿Quién eres, entonces? ¿De dónde salen de pronto esos asuntos
    en un puerto y ese tema que teje la viola
tratando de llevarte a cierta plaza, a un silencioso y viejo parque
con su estanque en donde navegan gozosos los veleros del
    verano?
No se puede saber todo.
No todo es tuyo.
No esta vez, por lo menos. Pero ya vas aprendiendo a resignarte
    y a dejar que
otro poco tuyo se vaya al fondo definitivamente
y quedes más solo aún y más extraño,
como un camarero al que gritan en el desorden matinal de los
    hoteles,
órdenes, insultos y vagas promesas, en todas las lenguas de la
    tierra.

De Los trabajos perdidos

 


 

Reseña de los hospitales de ultramar

 

Al alba guardaban las grandes jaulas con aves.
Historia de la Medicina en las Indias Orientales
Van der Hoyster, 1735

Los altos muros grises elevaban su fábrica contra el cielo, anunciando la presencia consoladora de aquellos edificios hechos al dolor y antesala de la muerte.
Comentarios Médicos de las Indias
Juan de Málaga, 1726

Músicos, bailarines, actores y rameras vivían de las rentas de aquellos Hospitales y creaban y recreaban la maravilla de sus fantasías en las capillas y salones de los mismos.
Historiae Institutionibus Benefitientiae
Pietro Marteloni, 1789.

 

Los siguientes fragmentos pertenecen a un ciclo de relatos y alusiones tejidos por Maqroll el Gaviero en la vejez de sus años, cuando el tema de la enfermedad y de la muerte rondaba sus días y ocupaba buena parte de sus noches, largas de insomnio y visitadas de recuerdos.

Con el nombre de Hospitales de Ultramar cubría el Gaviero una amplia teoría de males, angustias, días en blanco en espera de nada, vergüenzas de la carne, faltas de amistad, deudas nunca pagadas, semanas de hospital en tierras desconocidas curando los efectos de largas navegaciones por aguas emponzoñadas y climas malignos, fiebres de la infancia, en fin, todos esos pasos que da el hombre usándose para la muerte, gastando sus fuerzas y bienes para llegar a la tumba y terminar encogido en la ojera de su propio desperdicio. Esos eran para él sus Hospitales de Ultramar

 


 

Pregón de los hospitales

 

    ¡Miren ustedes cómo es de admirar la situación
privilegiada de esta gran casa de enfermos!
     ¡Observen el dombo de los altos árboles cuyas
oscuras hojas, siempre húmedas, protegidas por un halo de plateada pelusa, dan sombra a las avenidas
por donde se pasean los dolientes!
   ¡Escuchen el amortiguado paso de los ruidos lejanos, que dicen de la presencia de un mundo que viaja ordenadamente al desastre de los años,
    al olvido, al asombro desnudo del tiempo!
   ¡Abran bien los ojos y miren cómo la pulida uña del síntoma marca a cada uno con su signo de especial desesperanza!;
    sin herirlo casi, sin perturbarlo, sin moverlo de su doméstica órbita de recuerdos y penas y seres queridos,
    para él tan lejanos ya y tan extranjeros en su territorio de duelo.
     ¡Entren todos a vestir el ojoso manto de la fiebre y conocer el temblor seráfico de la anemia
    o la transparencia cerosa del cáncer que guarda su materia muchas noches,
     hasta desparramarse en la blanca mesa iluminada por un alto sol voltaico que zumba dulcemente!
    ¡Adelante señores!
    Aquí terminan los deseos imposibles:
    el amor por la hermana,
    los senos de la monja,
    los juegos en los sótanos,
    la soledad de las construcciones,
     las piernas de las comulgantes,
     todo termina aquí, señores.
 
     ¡Entren, entren!
   Obedientes a la pestilencia que consuela y da olvido, que purifica y concede la gracia.
    ¡Adelante!
     Prueben
     la manzana podrida del cloroformo,
     el blando paso del éter,
     la montera niquelada que ciñe la faz de los moribundos,
     la ola granulada de los febrífugos,
     la engañosa delicia vegetal de los jarabes,
   la sólida lanceta que libera el último coágulo, negro y ya poblado por los primeros signos de la transformación.
    ¡Admiren la terraza donde ventilan algunos sus males
    como banderas en rehén!
    ¡Vengan todos
    feligreses de las másaltas dolencias!
    ¡Vengan a hacer el noviciado de la muerte, tan útil a muchos, tan sabio en dones que infestan la tierra y la preparan!

 


 

Morada

 

    Se internaba por entre altos acantilados cuyas lisas paredes verticales penetraban mansamente en un agua dormida.
    Navegaba en silencio. Una palabra, el golpe de los remos, el ruido de una cadena en el fondo de la embarcación, retumbaban largamente e inquietaban la fresca sombra que iba espesándose a medida que penetraba en la isla.
     En el atracadero, una escalinata ascendía suavemente hasta el promontorio más alto sobre el que flotaba un amplio cielo en
desorden.
     Pero antes de llegar allí y a tiempo que subía las escaleras, fue descubriendo, a distinta altura y en orientación diferente, amplias terrazas que debieron servir antaño para reunir la asamblea de oficios o ritos de una fe ya olvidada. No las protegía techo alguno y el suelo de piedra rocosadevolvía durante la noche el calor almacenado en el día, cuando el sol daba de lleno sobre la pulida superficie.
   Eran seisterrazas en total. En la primera se detuvo a descansar y olvidó el viaje, sus incidentes y miserias.
   En la segunda olvidó la razón que lo moviera a venir y sintió en su cuerpo la mina secreta de los años.
    En la tercera recordó esa mujer alta, de grandes ojos oscuros y piel grave, que se le ofreció a cambio de un delicado teorema de afectosysacrificios.
    Sobre la cuarta rodaba el viento sin descanso y barría hasta la última huella del pasado.
   En la quinta unos lienzos tendidos a secar le dificultaron el paso. Parecían esconder algo que, al final, se disolvió en una vaga inquietud semejante a la de ciertos días de la infancia.
   En la sexta terraza creyó reconocer el lugar y cuando se percató que era el mismo sitio frecuentado años antes con el ruido de otros días, rodó por las anchas losas con los estertores de la asfixia…
   A la mañana siguiente el practicante de turno lo encontró aferrado a los barrotes de la cama, las ropas en desorden y manando aún por la boca atónita la fatigada y oscura sangre de los muertos.

 


 

Las plagas de Maqroll

 

    “Mis Plagas”, llamaba el Gaviero a las enfermedades y males que le llevaban a los Hospitales de Ultramar. He aquí algunas de las que con más frecuencia mencionaba:
     Un gran hambre que aplaca la fiebre y la esconde en la dulce cera de los ganglios.
    La incontrolable transformación del sueño en un sucederse debrillantes escamas que se ordenan hasta reemplazar la piel por un deseo incontenible de soledad.
    La desaparición de los pies como última consecuencia de su vegetal mutación en desobediente materia tranquila.
     Algunas miradas, siempre las mismas, en donde la sospecha y el absoluto desinterés aparecen en igual proporción.
    Un ala que sopla el viento negro de la noche en la miseria de las navegaciones y que aleja toda voluntad, todo propósito de sobrevivir al orden cerrado de los días que se acumulan como lastre sin rumbo.
    La espera gratuita de una gran dicha que hierve y se prepara en la sangre, en olas sucesivas, nunca presentes y determinadas, pero evidentes ensus signos:
   un irritable y constante deseo, una especial agilidad para contestar a nuestros enemigos, un apetito por carnes de caza preparadas en un intrincado dogma de especies y la obsesiva frecuencia de largos viajes en los sueños.
  El ordenamiento presuroso de altas fábricas en caminos despoblados.
    El castigo de un ojo detenido en su duro reproche de escualo que gasta su furia en la ronda transparente del acuario.
     Un apetito fácil por ciertos dulces de maizena teñida de rosa y que evocan la palabra Marianao.
    La división delsueño entre la vida delcolegio y ciertas frescas sepulturas.

 


 

Moirologhia *


Un cardo amargo se demora para siempre en tu garganta
¡oh Detenido!
Pesado cada uno de tus asuntos
no perteneces ya a lo que tu interés y vigilia reclamaban.
Ahora inauguras la fresca cal de tus nuevas
    vestiduras,
ahora estorbas, ¡Oh Detenido!
Voy a enumerartealgunas de las especies de tu nuevo reino
desde donde no oyes a los tuyos deglutir tu muerte y hacer memoria melosa de tus intemperancias.
Voy a decirte algunas de las cosas que cambiarán para ti,
¡oh yerto sin mirada!
Tus ojos te serán dos túneles de viento fétido, quieto,
    fácil, incoloro.
Tu boca moverá pausadamente la mueca de su
    desleimiento.
Tus brazos no conocerán más la tierra y reposarán
    en cruz,
vanos instrumentos solícitos a la carie acre que los
    invade.
¡Ay, desterrado! Aquí terminan todas tus sorpresas,
tus ruidosos asombros de idiota.
Tu voz se hará delcallado rastreo de muchas y
    diminutas bestias de color pardo,
de suaves derrumbamientos de materia polvosa ya y
    elevada en pequeños túmulos
que remedan tu estatura y que sostiene el aire
     sigiloso y ácido de los sepulcros.
Tus firmes creencias, tus vastos planes
para establecer una complicada fe de categorías y
     símbolos;
tu misericordia con otros, tu caridad en casa,
tu ansiedad por el prestigio de tu alma entre los
    vivos,
tus luces de entendido,
en qué negro hueco golpean ahora,
cómo tropiezan vanamente con tu materia en
    derrota.
De tus proezas de amante,
de tus secretos y nunca bien satisfechos deseos,
el torcido curso de tus apetitos,
qué decir, ¡ohsosegado!
De tu magro sexo encogido sólo mana ya la linfa
    rosácea de tus glándulas,
las primeras visitadas por el signo de la
    descomposición.
¡Ni una leve sombra quedará en la caja para
    testimoniar tus concupiscencias!
“Un día seré grande…” solías decir en el alba
de tu ascenso por las jerarquías.
Ahora lo eres, ¡oh Venturoso! y en qué forma.
Te extiendes cada vez más
y desbordas el sitio que te fuera fijado
en un comienzo para tus transformaciones.
Grande eres en olor y palidez,
en desordenadas materias que se desparraman y te
    prolongan.
Grande como nunca lo hubieras soñado,
grande hasta sólo quedar en tu lugar, como
    testimonio de tu descanso,
el breve cúmulo terroso de tus cosas más minerales
    y tercas.
Ahora, ¡oh tranquilo desheredado de las más gratas
    especies!,
eres como una barca varada en la copa de un árbol, como la piel de una serpiente olvidada por su dueña
    en apartadas regiones,
como joya que guarda la ramera bajo su colchón
    astroso,
como ventana tapiada por la furia de las aves,
como música que clausura una feria de aldea,
como la incómoda sal en los dedos del oficiante,
como el ciego ojo de mármol que se enmohece y
     cubre de inmundicia,
como la piedra que da tumbos para siempre en el
     fondo de las aguas,
como trapos en una ventana a la salida de la ciudad, como el piso de una triste jaula de aves enfermas, como el ruido del agua en los lavatorios públicos, como el golpe a un caballo ciego,
como el éter fétido que se demora sobre los techos, como el lejano gemido del zorro
cuyas carnes desgarra una trampa escondida a la
    orilla del estanque,
como tanto tallo quebrado por los amantes en las
    tardes de verano,
como centinela sin órdenes ni armas,
como muerta medusa que muda su arco iris por la
    opaca leche de los muertos,
como abandonado animal de caravana,
como huella de mendigos que se hunden al vadear
    una charca que protege su refugio,
como todo eso ¡oh varado entre los sabios cirios!

¡Oh surto en las losas del ábside!

* Moirologhia es un lamento o treno que cantan las mujeres del  Peloponeso alrededor delféretro o la tumba del difunto.

 


 

Se hace un recuento de ciertas visiones memorables de Maqroll el Gaviero, de algunas de sus experiencias en varios de sus viajes y se catalogan algunos de sus objetos más familiares y antiguos

 

    Soledad

    En mitad de la selva, en la más oscura noche de los grandes árboles, rodeado del húmedo silencio esparcido por las vastas hojas del banano silvestre, conoció el Gaviero el miedo de sus miserias más secretas, el pavor de un gran vacío que le acechaba tras sus años llenos de historias y de paisajes. Toda la noche permaneció el Gaviero en dolorosa vigilia, esperando, temiendo el derrumbe de su ser, su naufragio en las girantes aguas de la demencia. De estas amargas horas de insomnio le quedó al Gaviero una secreta herida de la que manaba en ocasiones la tenue linfa de un miedo secreto e innombrable. La algarabía de las cacatúas que cruzaban en bandadas la rosada extensión del alba, lo devolvió al mundo de sus semejantes y tornó a poner en sus manos las usuales herramientas del hombre. Ni el amor, ni la desdicha, ni la esperanza, ni la ira volvieron a ser los mismos para él después de su aterradora vigilia en la mojada y nocturna soledad de la selva.

 

 

 

    La carreta

 

   Se la entregaron para que la llevara hasta los abandonados socavones de la mina. Él mismo tuvo que empujarla hasta los páramos sin ayuda de bestia alguna. Estaba cargada de lámparas y de herramientas en desuso.
   Fue al día siguiente de comenzar el viaje cuando, en un descanso en el camino, advirtió en los costados del vehículo la ilustrada secuencia de una historia imposible.
    En el primer cuadro una mujer daba el pecho a un guerrero herido en cuya abollada armadura se leían sentencias militares escritas en latín. La hembra sonreía con malicia mientras el hombre se desangraba mansamente.
    En el segundo cuadro una familia de saltimbanquis cruzaba las torrentosas aguas de un río, saltando por sobre grandes piedras lisas que obstruían la corriente. En la otra orilla la misma mujer del cuadro anterior les daba la bienvenida con anticipado júbilo en sus ademanes.
   En el otro costado de la carreta la historia continuaba: en el primer cuadro, un tren ascendía con dificultad una pendiente, mientras un jinete se adelantaba a la locomotora meciendo un estandarte con la efigie de Cristóbal Colón. Bajo las plateadas ramas de un eucalipto la misma hembra de las ilustraciones anteriores mostraba a los atónitos viajeros la rotundez de sus muslos mientras espulgaba concienzudamente su sexo.
   El segundo cuadro mostraba un combate entre guerrilleros vestidos de harapos y soldados con vistosos uniformes y cascos de acero. Al fondo, sobre una colina, la misma mujer escribía apaciblemente una carta de amor, recostada contra una roca color malva.
     Olvidó el Gaviero el cansancio de su tarea, olvidó las miserias sufridas y el porvenir que le deparaba el camino, dejó de sentir el frío de los páramos y recorría los detalles de cada cuadro con la alucinada certeza de que escondían una ardua enseñanza, una útil y fecunda moraleja que nunca le sería dado desentrañar.

 

 

 

    Letanía

 

    Esta era la letanía recitada por el Gaviero mientras se bañaba en las torrenteras del delta:

Agonía de los oscuros
recoge tus frutos.
Miedo de los mayores
disuelve la esperanza.
Ansia de los débiles
mitiga tus ramas.
Agua de los muertos
mide tu cauce.
Campana de las minas
modera tus voces.
Orgullo del deseo
olvida tus dones.
Herencia de los fuertes
rinde tus armas.
Llanto de las olvidadas
rescata tus frutos.

 

    Y así seguía indefinidamente mientras el ruido de las aguas ahogaba su voz y la tarde refrescaba sus carnes laceradas por los oficios más variados y oscuros.

 


 

Lieder


I

En alguna corte perdida,
tu nombre,
tu cuerpo vasto y blanco
entre dormidos guerreros.
En alguna corte perdida,
la red de tus sueños
meciendo palmeras,
barriendo terrazas,
limpiando el cielo.
En alguna corte perdida,
el silencio
de tu rostro antiguo.
¡Ay, dónde la corte!
En cuál de las esquinas del tiempo,
del precario tiempo
que se me va dando
inútil y ajeno.
En alguna corte perdida
tus palabras
decidiendo,
asombrando,
cerniendo
el destino de los mejores.
En la noche de los bosques
los zorros buscan
tu rostro. En el cristal
de las ventanas
el vaho de su anhelo.
Así mis sueños
contra un presente
más que imposible
innecesario.

 

II

Giran, giran
los halcones
y en el vasto cielo
al aire de sus alas dan altura.
Alzas el rostro,
sigues su vuelo
y en tu cuello
nace un azul delta sin salida.
¡Ay, lejana!
Ausente siempre.
Gira, halcón, gira;
lo que dure tu vuelo
durará este sueño en otra vida.

 

    Lied en Creta

A cien ventanas me asomo,
el aire en silencio rueda
por los campos.
En cien caminos tu nombre,
la noche sale a encontrarlo,
estatua ciega.
Y, sin embargo,
desde el callado
polvo de Micenas,
ya tu rostro
y un cierto orden de la piel
llegaban para habitar
la grave materia de mis sueños.
Sólo allí respondes,
cada noche.
Y tu recuerdo en la vigilia
y, en la vigilia, tu ausencia,
destilan un vago alcohol
que recorre el pausado
naufragio de los años.
A cien ventanas me asomo,
el aire en silencio rueda.
En los campos,
un acre polvo micenio
anuncia una noche ciega
y en ella la sal de tu piel
y tu rostro de antigua moneda.
A esa certeza me atengo.
Dicha cierta.

 

IV

En un jardín te he soñado…
 Antonio Machado

Jardín cerrado al tiempo
y al uso de los hombres.
Intacta, libre,
en generoso desorden
su materia vegetal
nvade avenidas y fuentes
y altos muros
y hace años cegó
rejas, puertas y ventanas
y calló para siempre
todo ajeno sonido.
Un tibio aliento lo recorre
y sólo la voz perpetua del agua
y algún leve y ciego
crujido vegetal
lo puebla de ecos familiares.
Allí, tal vez,
quede memoria
de lo que fuiste un día.
Allí, tal vez,
cierta nocturna sombra
de humedad y asombro
diga de un nombre,
un simple nombre
que reina todavía
en el clausurado espacio
que imagino
para rescatar del olvido
nuestra fábula.

 

    Lied de la noche

La nuit vient sur un char
conduit par le silence
Lafontaine

Y, de repente,
llega la noche
como un aceite
de silencio y pena.
A su corriente me rindo
armado apenas
con la precaria red
de truncados recuerdos y nostalgias
que siguen insistiendo
en recobrar el perdido
territorio de su reino.
Como ebrios anzuelos
giran en la noche
nombres, quintas,
ciertas esquinas y plazas,
alcobas de la infancia,
rostros del colegio,
potreros, ríos
y muchachas
giran en vano
en el fresco silencio de la noche
y nadie acude a su reclamo.
Quebrantado y vencido
me rescatan los primeros
ruidos del alba,
cotidianos e insípidos
como la rutina de los días
que no serán ya
la febril primavera
que un día nos prometimos.

 

    Lied marino

Vine a llamarte
a los acantilados.
Lancé tu nombre
y sólo el mar me respondió
desde la leche instantánea
y voraz de sus espumas.
Por el desorden recurrente
de las aguas cruza tu nombre
como un pez que se debate y huye
hacia la vasta lejanía.
Hacia un horizonte
de menta y sombra,
viaja tu nombre
rodando por el mar del verano.
Con la noche que llega
regresan la soledad y su cortejo

de sueños funerales.