El festín de Baltasar
En la sombra de las altas salas de casta piedra, murmura aún la bestia del banquete su rezo interminable. Un quieto polvo reunido por los años, apaga la música de los amargos cobres que anunciaron las últimas palabras. Descansa su débil materia en el perfil de las bestias detenidas en el amplio gesto del león que se debate contra las duras lanzas del día, contra las aguas de la muerte. Sus fauces dicen aún de la violenta grandeza del pasado, cuando los mulos de dura carne coceaban indefensos en los patios interiores y los sirvientes salían a contemplarlos en los intermedios obligados del festín. En la vasta oquedad de los aposentos, un ruido seco y extendido de madera con madera, de agua con hollín en los vertederos del puerto, despierta los ciegos insectos y ondea las telarañas como banderas en la niebla de una emboscada matutina. Son sus pasos que perduran, el ruido de sus armas, el crujir de sus ágiles huesos de guerrero, el parpadeo febril de sus ojos, su tacto seguro sobre las cosas cotidianas, ese moverse suyo sobre la tierra, como quien llega para dar una orden y parte de nuevo. No le bastaron las violentas y espumosas torrenteras, a donde iban a morir los peces contra las lisas piedras marcadas con su paso de cinco hermosos dedos de hábil cazador. No bastaron a su desordenada condición de príncipe, los bosques sombríos en donde las hojas metálicas de los árboles murmuraban la plegaria de un otoño inminente. Nada hubo para el sosiego de su ira como zarza que arde en ronco duelo. Ni los continuos viajes al reino de las reposadas soberanas cuyo sexo regía un balanceo intermitente y solar de las caderas, ni menos aún su peregrinación por las playas expósitas, anchas como la hoja del banano y visitadas por un mar en extremo frío. —Ceniza diluida en los blancos manteles del alba— Cuando el cansancio le cerró todos los caminos, surgió la idea del banquete. Las cosas sagradas acumularon su hastío y prepararon el lecho de su último día. Lo de los vasos no tenía importancia. Otros antes que él los habían profanado con intenciones aún más oscuras. Ellos mismos, embrutecidos por la contemplación de su Dios cauteloso y artero, habían, en ocasiones, pecado con los vasos, haciendo rodar por el suelo los pesados candelabros del templo y rasgado los grises velos del altar. Tampoco la bulliciosa presencia de las rameras fue la causa de la ira. Su país era un país de mujeres. Frías a menudo y descuidadas de su placer, pero en ocasiones viciosas y crueles, ávidas e insaciables como las rojizas arenas en viaje que cubren ciudades y penetran largamente en el mar. La ira vino por más escondidos caminos, por fuentes aún más secretas que manaban de la soledad de su mandato, como la herida que libera sus duelos o como se oxida el metal de las quillas. La fecha señalada se acercaba por entre semanas de sopor y fastidio. Días y días de creciente quietud y de notorio silencio, precedieron al pausado desfile de los elegidos. Una gran tristeza se hizo en el reino. El plazo se acercaba y la tranquilidad del monarca se extendió como un oscuro manto de lluvia tibia y menuda que golpea en el seco polvo de la espera. ¿Cómo decir de este tiempo durante el cual se prepararon tantos hechos? ¿Cómo compararlo en su curso al parecer tan manso y sin embargo cargado de tan arduas y terribles especies? Tal vez a un cable que veloz se desenrolla dividiendo el hastío. O, mejor, al sueño de caballos indómitos que detiene la noche en mitad de su furia. Las sombras en las paredes, humo sin alma de las antorchas, huyeron con la llegada de los invitados. Unos acudían con un ave en el hombro y perfil de moneda. Otros, untuosos y con razones de especiosa prudencia. Muchos con la gris sencillez del guerrero y algunos, los menos, observaban desconfiados sabiendo con certeza lo que más tarde vendría, pues llegaban de muy lejos y esto los hacía agudos y sabios. Del rojizo brillo de las armas que amontonaron en un rincón del recinto, partió la orden. Los humildes, los oscuros servidores, contemplaban la tierra vagamente, como si buscaran en su pasado la hora del sosiego o la parda raíz de su duelo. Adentro, todos los hombres de pie, los soberbios invitados, alzan el brazo y proclaman su presencia en altas voces. Y así comenzó el monótono treno del festín. Así se inició el pesado oleaje de palabras y gestos que marca el vino con la blanca señal de su paso, con su corona de doble filo. De lo demás, ya se sabe. Es una antigua secuencia de trajinada memoria. Después de las tres palabras, cuando la mano que las había escrito se disolvió en la sombra del techo de cedro, el reino supo de su fin, de la consumación de su gloria. La gestión del desorden se hizo a la madrugada, el cuerpo rígido esperaba en imponente extensión, con los ojos fijos ya para siempre en la tranquila guarida que buscara con tanto empeño. Vidrios azules de la noche, astros en ruta. Fija rueda sin dientes con la lisa huella del desastre. Viento destronado del alba que pasa sin tocar las más altas copas de los árboles, sin barrer las terrazas del mercado, sin sombra siquiera. La mansa tierra de su reino apaciguado, sostiene sus despojos, en espera del funeral de olvido que se prepara en el fondo de sus ojos, como la llegada de una nube antigua nacida en medio del mar que mece el sol del mediodía.
De Los elementos del desastre
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