Material de Lectura

Fervor y nostalgia de César Moro


César Moro escribió los poemas de La tortuga ecuestre entre 1938 y 1939 en un viaje a San Luis Potosí. En 1938 había llegado a México, después de cinco años en Lima, su ciudad. Antes había pasado varios años en París, a donde fue en 1925 y donde formaría parte del periodo inicial y deslumbrante del grupo surrealista. Más tarde, en 1946, dejó México y regresó, como se dice, definitivamente, a Lima, a la que famosamente llamó "la horrible" al fechar una carta-poema humorística dirigida a su amigo André Coyné. Había nacido allí en 1903; allí moriría en 1956.

La tortuga ecuestre es el único libro que Moro escribió en español: toda su obra anterior y posterior está escrita en francés, a excepción de algunos poemas ocasionales. Vicente Huidobro (de cuyo magisterio Moro descreía: era una figura demasiado "literaria" para él), fue también un poeta en ambas lenguas, pero en Moro la elección del francés fue más radical, casi excluyente. Esta "persona" lingüística supone a otra: su verdadero nombre es Alfredo Quispez Asín. Pero quizá escribir en francés no era un enmascaramiento para él, sino, en primer término, una inserción más desnuda en la práctica poética del surrealismo. No por mera adscripción a una escuela sino precisamente por identidad con el radicalismo de una poesía vivida plenamente como descubrimiento y celebración. No en vano Moro había hecho por su cuenta el camino de la tradición rescatada por los surrealistas: el nombre de Baudelaire preside su serie de La tortuga ecuestre. Por otro lado, el anticonformismo de Moro no fue sólo un signo de los tiempos o una entonación más del surrealismo, sino parte de una rebelión más cabal. Del humor y del placer de esa rebeldía dan cuenta sus primeros textos surrealistas; así como su participación en los experimentos y encuestas del grupo (como se ve en Le Surrealisme au service de la Révolution); de la pasión poética como centro de su percepción son evidencia sus poemas y ensayos, menos ortodoxos y más suyos, que André Coyné editó: Amour à mort (1957) y Los anteojos de azufre (1958).

Quizá no sea aventurado creer que La tortuga ecuestre, esa extraordinaria imposición del idioma sobre su poesía, haya sido posible también por el re-descubrimiento del idioma en México. La pasión erótica y la pasión poética están en toda su obra, sólo que esta vez coinciden en español al comienzo de su aventura mexicana. Una o dos veces se frustraron intentos amigos de editar ese cuaderno que, finalmente, sería también póstumo. Coyné lo publicó, en Lima, el 57. La pasión y el lenguaje liberan en este libro un espacio imaginario de plenitud celebratoria. El poderoso impulso de rendición, comunicación y júbilo se expande a través de un repertorio figurativo cuya marca surrealista trama un nombrar más desnudo. Y este diálogo se desplaza, como en una tipología del habla amorosa, del juego y del placer a las definiciones y reiteraciones. Y no en un proceso simple sino en una simultaneidad plena. El amor nombra y renombra: su renombre es ése.

Lettre d'Amour (1944), quizá su poema mayor, llevará el virtuosismo poético de Moro a una dramatización del habla: ahora el diálogo es una ausencia, una pérdida, y, por lo mismo, la escritura es el último ritual del extravío.

En México, César Moro fue amigo de Xavier Villaurrutia, de cuya grandeza poética estaba convencido, y con quien colaboró asiduamente en El hijo pródigo. Fue también amigo de Agustín Lazo y de los pintores surrealistas. Con Wolfgang Paalen y André Bretón organizó la Exposición Internacional del Surrealismo en 1940, para cuyo catálogo (que alguien debería reeditar) escribió una exaltante presentación. Ese estado de fervor es constitutivo de la escritura de este poeta. Fervor que comunica a su poesía una virtualidad, una proyección convocatoria. Porque esos poemas, siendo resolutivos, diciendo su fruición del mundo y los sentidos, dicen también su radical deseo de permutación, de transgresión: nos convocan a extremar el uso creador de la palabra entre las palabras, el lugar siempre decible de los sentidos, la irrupción del sentido en el lenguaje. No en vano su última poesía (sobre todo Amour á mort) es una explosión del lenguaje mismo: ritual del poema que se transforma como espacio libre del lenguaje. En Fierre de Solelis (su último texto, aún inédito) Moro recupera la ductilidad y la elegancia de su lenguaje lúdico.

En México fue Moro traductor, empleado de Bellas Artes, vendedor de libros. En Lima, profesor de francés en un colegio militarizado. En vida publicó sólo tres plaquettes: Le Cháteau de Grisou (1943), Lettre d'Amour y Trafalgar Square (1954), en ediciones mínimas, hoy desaparecidas. Su existencia y su obra, que son una misma indagación, estuvieron naturalmente alejadas de la institución de la literatura. De allí que Moro se nos aparezca como una aventura privilegiada de libertad y poesía; y de allí también que el carácter marginal que lo signa se nos revele como un modelo extremo del ser genuino del arte en una época devaluadora del poeta y trivializadora del lenguaje. Quizá esta suerte actual del lenguaje nos predispone a ser gratificados por la aventura solitaria de un poeta orgulloso de su verdad vulnerable. El culto de la poesía era en Moro una real aristocracia: una causa perdida. Era demasiado lúcido como para hacerse ilusiones sobre su época —sobre cualquier época— y de allí, así mismo, la ironía y el júbilo de su conciencia marginal. De cualquier modo, no es la añoranza del culto minoritario lo que Moro nos comunica: al contrario, es la libertad intransigente de un espíritu mayor.

No es casual, pues, que se apartara más tarde de Bretón, disintiendo de su figura "literaria". Su agresividad con los "intelectuales" provincianos y con los "regionalismos" plásticos y poéticos (Moro fue también un pintor imaginativo, cuyos colores evocan a Bonnard), es también otra muestra de su libertad, de su inmediata asunción del arte sin mediaciones o explicaciones. La modernización, la homogeneización del mundo moderno, y también las políticas partidaristas, le repugnaron: "Ese mundo no es el nuestro", le escribió a Xavier Villaurrutia, sin lamentación, con convicción: suyo era el mundo sin lugar de la poesía, ese margen cuyo lugar americano (y peruano) era otra forma de la misma transformación y deseo de la magia y del arte, que él ligaba. Margen del riesgo, "donde no caben ni salvación ni regreso". La lección de Moro es ese gesto hermoso y trágico de la autenticidad.

Esa certidumbre que Moro comunica nos devuelve al lugar incesante de la poesía sin concesiones. Confío que en esta selección de sus poemas el lector reconocerá ese fervor y esa nostalgia.


Julio Ortega