Principio y fin del mar
Poema en dos sueños
I
Yo soñé con un mar recién nacido, un mar deshabitado y en reposo, un trasparente enigma silencioso huérfano de vaivén y de sonido. Un insólito mar ensimismado en su impoluta soledad, despojo de un cósmico dolor, y por el ojo de una insondable eternidad llorado. Un aura de quietud besando apenas aquel prístino mar cuya tersura desperezaba su inocencia pura sobre la castidad de las arenas. Agua en preludio sideral dormida, agua sin navegantes y sin peces que un ósculo sutil rozaba a veces cual tímida promesa de la vida. Líquida calma sin asombro humano que sondara el misterio de la hondura ni brazo que alargara la insegura y trémula caricia de una mano. Planicie sin arruga y sin ultraje bajo un aire que besa y que no riza, doncellez de cristal que se horroriza de la posible violación de un viaje. Agua sobre la tierra sin pecado —sin noche, sin ocaso, sin aurora— y que del gran delito provisora, fuera como bautismo anticipado. Diamantina quietud, claro y risueño espejo de sí propio, paraíso de la fuente y el rostro de Narciso ya juntos en la imagen de su sueño...
II
Y vi que el agua se tiñó de rosa, y fue la desnudez ruborizada que siente de improviso la mirada que en su regazo virginal se posa. Rasgó las nubes y asomó tras ellas el primer sol inaugurando el día, y al mirar que en las ondas se perdía, hubo un nocturno sollozar de estrellas Malignos dioses atizaron fraguas, cumbres hostiles desataron vientos, y herida de pavor en sus cimientos, la tierra retembló bajo las aguas. Zarparon barcos al romper la aurora entre revuelos de azoradas aves mientras en la cubierta de las naves vuelca su carga el cofre de Pandora. Tiende las manos y el peligro advierte la turba que sorprende la partida, y en el mural de rutilante vida su faz exangüe dibujó la muerte, Corren las quillas levantando espuma por los ignotos ámbitos marinos, y el cebo de dorados vellocinos oscila entre las mallas de la bruma. Al insomne compás de los remeros que abordan islas y divisan montes, hay un largo desfile de horizontes y un mirífico pasmo de luceros. Cubren los cielos signos y presagios que auguran riesgos y predicen odio, y suenan de episodio en episodio romances de tormentas y naufragios. Trampas de escollos y traición de arenas ensayan alaridos y canciones: sirenas que cautivan corazones y Andrómedas que lloran sus cadenas. Tras verdes lomas, el azul engaño esconde Circes que al incauto embrujan, y hay gruñidos de piaras que se estrujan, y balantes vellones en rebaño. Un día, por lavar la pestilente raza mortal, desbórdase iracundo; mas en el arca que renueva un mundo se salva la maldad con la simiente. Se abre después como una roja herida, guarda al semita y al egipcio traga; mas por el mundo el redimido vaga, errante can sin amo y sin guarida. Horno vital y vasto cementerio, engulle muertos, y su alquimia estulta resucita lo mismo que sepulta en sus laboratorios de misterio. Al soplo de huracán que todo arrasa, se estremecen las aguas, y en el fondo, como un amago temeroso y hondo, el pez blindado de la muerte pasa. El olímpico rayo, que saeta fuera letal en pecho de titanes, con brote submarino de volcanes empina lavas y a las nubes reta. Su norte pierde el hierro de la aguja, y al garete de brújula perdida, zozobra la galera de la vida que azota el crimen y el dolor empuja. En morbosa avidez, sin que le estorbe salvadora deidad, el hombre inquieto rompe y divulga el eternal secreto que marca el ritmo en que se mece el orbe. Vi la euritmia del átomo violada y consumirse el corazón del mundo en una gigantesca llamarada. El mar sobre el planeta moribundo fue una lágrima azul evaporada.
1950
(El nuevo Narciso)
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