Resumiré cuanto ya he dicho de forma más extensa en otras ocasiones, al tratar temas de Poética, y cuanto de forma más precisa he dicho en un reciente ensayo (“El sentido primero de la palabra poética”, Revista de Occidente, núm. 64). La poesía es para mí, ante todo, una vía de conocimiento, es decir, un medio para interpretar y desvelar la realidad. No sólo la realidad más aparente —la que vemos y nos rodea— sino también la que yo he dado en llamar segunda realidad. Bajo esta óptica cabe decir que el poeta, al crear, vive en el más alto grado de conciencia, se siente transmisor de un modo de ser que viene de muy atrás; el poeta es el último eslabón de la “cadena iniciática”, de un conocimiento esencial en el tiempo. La mirada del poeta debe ser globalizadora. Por ello, sus preocupaciones responden a las de la totalidad del ser. El poeta se plantea las grandes preguntas de siempre, para las que —con su nueva voz— hallará o no hallará respuestas. Este fin globalizador destruye el engañoso enfrentamiento —tan propio de nuestros días— entre clasicismo y vanguardismo. Lo clásico no niega la vanguardia, ni la vanguardia niega lo clásico. (Un poeta tan de vanguardia como Ezra Pound se nutre constantemente de fuentes clásicas y sin esta asimilación no comprenderíamos ni admitiríamos su validez.) Lo clásico no debe tener ese tufillo academicista y didáctico con que hoy solemos entenderlo. Lo clásico no es algo superado por distante, un “cadáver”, en suma, lo suficientemente muerto para ser descuartizado. Para mí, lo clásico es un canon de verdad, belleza, intensidad y armonía que se prolonga en el tiempo; un canon fértil, actualísimo, una melodía —el antiguo son órfico— que el poeta debe recibir, enriquecer y transmitir. La poesía, vista como un fenómeno globalizador, exige un planteamiento interdisciplinario. Por ello, la ciencia, la filosofía, la religión, participan de sus dones. De ahí su importancia y su trascendencia. La poesía es también un medio ideal para acordar las fuerzas extremas, para fundir los contrarios, para lograr, en definitiva, la felicidad. Poesía es sinónimo de armonía plena. “Las almas respiran en la armonía, respiran en el ritmo”. ¿Y qué armonía puede ser ésta sino la armonía del ser en el poeta, en el verso, en la palabra? Dicho todo esto sólo me queda subrayar la clara diferencia que, en el fondo, existe entre creación poética y “mundo” literario. Del no tener conocimiento de esta diferencia nace el hecho de que, a veces, el creador sufra y dude con su trabajo y que el lector se sienta confundido y engañado.
a.c.
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