Canto XI
El cielo es aún azul, mas ya humea el Vesubio tras los mínimos huertos sembrados de jilgueros. Tiene la tierra fiebre de ese espeso sol rubio que enardece las sangres y filtran limoneros. Está firme aún el mármol y, seguros, los besos en los besos se sacian de bocas prodigiosas. Larga vida al amor, a los cuerpos ilesos que, esperando la Noche, van libando las rosas. Despacio, muy despacio, la luz última arde en el agua que tiembla en el estanque umbroso. Luego un gran silencio va abatiendo la tarde, va arrastrando los cuerpos hacia el mar tenebroso. Tiembla también la vela en los ojos del sabio que acaba un manuscrito, y en su copa el vino luctuoso reposa y espera su labio el poso del veneno que lo hará ser divino. De unos huyen las naves, de otros restan hundidas las manos en el oro fugaz con vano empeño. Se van quienes aún forjan ilusiones perdidas; se quedan los beodos por la pasión y el sueño. Al fin, se pone el cielo todo negro y se inflama, bola de pus, el sol como el ojo quemado por un tizón del cíclope, que furioso derrama por su boca ceniza sobre el campo arrasado. Del Imperio en ruinas han hecho sepultura bajo el manto de azufre y de lava ardiente dos cuerpos juveniles, la carne húmeda, dura, que aún se besa, se abraza, se penetra doliente.
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