Anacusia
Escribía sobre el amor, ¡Como si no tuviera otras que decir, más importantes! Sobre cosas que pasan, sobre miasmas de siempre, acerca de pólipos y amibas, y eso —sobre el amor—. Caía sobre de ello, sobre de ellas tres, hembras de mi alquimia. Escribía sobre ti, yo mismo y otra. Escribía sobre de ésa, permanente en la tierra, y ésta, la acullá, misántropa de seno en seno que me anida. O sea que arrebujado, adjetival, casi amante, increpaba contra todas las madres. Y nadie, en realidad. Ni aquélla, llena de bríos por la tarde. Estoy de madrugada, mar que abate huesos tibios y arde la ciudad de antropofagia, quema su habano de ira dominguera, su mezcal de balaustradas, cuando teñida y desbordada silueta de mi hambre, dobló la esquina ambigua de mi lecho. Porque abrasaba y el sol gemía con lentitud de un tampax atrapado en el clamor del sueño. Un cactus casi diurno henchía mi lecho pero volví, perdóname y hablé para quien se dirige a una nube o a un perro, es decir, triple de mí, amurallado en momentos de intensa pesadumbre. Mis uñas iban y venían comidas por la lepra de las obligaciones invocando a la madre de Stalin y a sus sucesoras, gallinas de los huevos de oro, ásperas hembras sordomudas, solemnes y férreas, nunca acogedoras, cuando ese hombre, lleno de pelos y mirada sombría, se metió en mi casa. No esperaba ser correspondido, y sin embargo, colérico de toda su ternura, arrastró un piano (no vamos a caber, pensé yo), sacó un violín y un chelo, oye, aguarda, Ludwig —le dije—, déjame despellejar [este instante. Sus manos se impacientaban esquirladas por algo de la rigidez de siempre, pero quiso sonreír. —Ibas a hablarme del amor— tornó, cuando yo clamaba, figúrense nomás, por la madre de [Gorki. Él se movía por la casa, redentor de tránsitos, espiando las primeras fotos de mi argucia, erizado padre que quisiera debatir su sueño conmigo. Libró un acorde o dos, apenas audible, sobre las teclas: —son unas putas, todas —murmuró; —cuánto debes amar —dije, para conciliar. Y ya no respondió porque juntos escuchábamos (esa dificultad para empezar) el roce de la luz contra su cuerpo. —No te conozco —pensé, tocándola. Ella sonrió, bellísima, quitándose el suéter, agitando [crines, con un salto feliz hacia la cama. Besé con impaciencia sus labios, la desnudé: era, como todos los días, mi mujer.
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