Encuentro con el ánfora
A Hilda, que la vio conmigo en Nanking
Esta línea empieza con la filmación de esa navaja de siete filos que bailaba como una diosa de mármol en un mercado de la última de las Babilonias; la recogí entre los desperdicios del sueño, la arrullé como a una paloma del Tigris, estaba sucia y la lavé con mis besos. Perdí a la sinuosa por mucho tiempo, nací de nuevo varias veces en ese plazo, la busqué donde pude más allá de todas las puertas, desde la Roma del Imperio hasta el cielo convulso de New York; volví entonces al Asia por el Yang-Tzé, tan despierto como para verla ahora, verla de veras: ¿dónde sino en ese suntuoso Nanking de un hotel perdido, liviana en la pureza de su lascivia, profunda en el frescor de su aceite de bronce, dinástica en la proporción aérea de la luz de Han, dónde sino ahí podía estar, ahí, a mis ojos, la velocísima en su inmovilidad, la etrusca riente invasora en su fragancia natural, cegadora, ciega en su equilibrio, bajo el disfraz secreto del ánfora? Anagnórisis no es aleluya sino infinita pérdida del hallazgo: adiós, desperdicio: adiós, encanto encantante. Cámara para clausurar la escena.
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