Si una deidad —inefable y absoluta— encarnó alguna vez y habló, fue en versos, cuando infinitamente la pena de las almas se quebró; los corazones vagan en la inmensidad pero la estrofa de boca en boca pasa, las revueltas de los pueblos vence y al poder y a los sicarios sobrevive.
También el canto que un linaje menor ha cantado —hindúes, yaquis, con palabra azteca— vencido por la codicia del hombre blanco sobrevive como estrofa silenciosa en la hierba: "Ven, niño, ven, con siete espigas adornado, ven con collares y piedras de jade ataviado, el dios del maíz coloca en el campo, para alimentarnos, su sonora vara, y tú serás la ofrenda para el sacrificio."
El gran murmullo, arrebatado y sojuzgado, al espíritu sus travesías ofrece —insuflar, exhalar, apnea: técnicas respiratorias, penitencia de hindúes y faquires—, el gran Yo, el sueño cósmico, dado a quien en silencio se consagra, se conserva en salmos y vedas y burla todo obrar y al tiempo desafía.
Dos mundos confrontados se repelen y sólo el hombre se derrumba cuando vacila, no puede sólo del instante vivir por más que al instante se deba; el poder se consume entre las heces de su perfidia mientras un verso construye el sueño de los pueblos que de su propia abyección lo sustrae, ah, eternidad de lo sonoro y la palabra.
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