En esa pequeña cama, casi un lecho infantil, murió la Droste (véase en su museo de Meersburg), sobre ese sofá Hölderlin en la torre de un campesino, Rilke, George tal vez en catres de hospital suizo, en Weimar reposaron los grandes ojos negros de Nietzsche sobre una blanca almohada hasta la última mirada... todos los trastos o absolutamente nada más permanece indefinible, insustancial, en indolora, eterna corrupción.
Llevamos en nosotros la simiente de los dioses, los genes de la muerte y del placer —quién las disgregó: las palabras y las cosas; quién los mezcló: las torturas y el lugar donde ellos terminan, madera en arroyos de lágrimas—, miserable morada para breves horas.
Puede no duelo ser. Lejano y distante, hacia intangibles lágrimas y lecho, ningún no ni sí, nacimiento y dolor corporal y fe, un peregrinar sin nombre, una exhalación sobrenatural en sueños agitándose movió el lecho y las lágrimas... ¡Reposad!
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