Entonces, sobre almohadones de oscura sangre yacía el albo cuello de una rubia. El sol rabiaba en su cabello lamiendo los albos muslos y se arrodillaba ante los oscurecidos pechos, aún no deformados por partos y pecados. Un negro junto a ella: la coz de un caballo le destrozó ojos y frente. Horadaban dos dedos de su sucio pie izquierdo el interior de su pequeña oreja blanca. Pero ella dormía como una novia: orlando la dicha del primer amor y aguardando las numerosas ascensiones de la joven y cálida sangre. Hasta que el bisturí en la nívea garganta se hundió y un púrpura delantal de sangre muerta las caderas le cubrió.
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