Dulce y pequeño rostro hundido por los años, pálido y mortal, vertedor del gran dolor cuando te hayas ido pronto...
Ah, cómo jugábamos ajenos a la evolución, retrospectiva y perspectiva, caídos de nuestros bordes, nada viviendo aparte del círculo de nuestras voces.
¡Limitados! Pero una vez el derribar de los olivos de los hombres en las ramas, los montones se fermentan. Una vez vinos del Golfo de los Leones en ahumaderos, embellecidos con agua del mar. O eucaliptos, gigantes, ciento cincuenta y seis metros de altura, y la trémula penumbra de los bosques. Cotroceni alguna vez... y nada más.
Pequeño rostro, copo de nieve, siempre tan blanco, y entonces la vena en la sien y el azul del racimo de jacintos, la ligúrica fragancia del almizcle.
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