Varios sonetos1
I
Cuando con ley fatal lo amenazó la sombra, el viejo Sueño —plaga, deseo de mis vértebras—, triste de perecer bajo fúnebres techos, plegó en mí sus puntuales alas. ¡Oh lujo, estancia de ébano en que sólo por seducir a un rey tan célebres guirnaldas muriendo se retuercen, un orgullo mentido por las tinieblas eres para este solitario al que la fe deslumbra. Yo sé que en lo lejano de esta noche la Tierra lanza el misterio insólito de su fulgor enorme bajo siglos grotescos que la oscurezcan menos. Crezca o se niegue, idéntico a sí mismo el espacio, arrastra en ese hastío viles fuegos testigos de que un astro, entre fiestas, ha iluminado al genio.
II
El virgen, el vivaz, el hermoso presente, ¿desgarrará de un golpe de ala ebria este duro lago, olvidado ya, que asedia bajo escarcha el glaciar transparente de no emprendidos vuelos? Un cisne de otro tiempo recuerda que magnífico pero sin esperanza, es él quien se libera por no haber celebrado la región de vivir cuando del yermo invierno resplandeció el hastío. Sacudirá su cuello esa blanca agonía que el espacio ha infligido al ave que lo niega, mas no el horror del suelo que apresa a su plumaje. Fantasma que a este sitio su puro brillo asigna, se pasma ya en el sueño helado del espacio que el Cisne viste en medio de su inútil exilio.
III
Triunfalmente evadido el hermoso suicidio, ¡tizón de gloria, sangre por espuma, oro, rayo! Oh risa si a lo lejos la púrpura se apresta, regia, a no decorar sino mi tumba ausente. ¡Cómo!, de aquel incendio ni un jirón se demora —es medianoche— aquí, en nuestra sombra en fiesta, salvo este presuntuoso tesoro, esta cabeza que vierte acariciada indolencia sin luces: la tuya, la que siempre es delicia, la tuya, única que del cielo desvanecido guarda algo de la pueril victoria, coronada de claridad ahora que en el cojín la posas como un casco guerrero de emperatriz infante que para figurarte dejara caer rosas.
IV
De uñas puras muy alto el ónix ofrendando, la Angustia —es medianoche— sostiene, lampadóforo, mucho vesperal sueño quemado por el Fénix que no recoge ánfora alguna cineraria en las credencial del salón vacuo: conca alguna, abolida voluta de inanidad sonora, (porque el Amo a la Estigia ha bajado por llanto con ese objeto solo que enaltece a la Nada). Mas cerca la ventana vacante al norte, un oro agoniza, según tal vez el decorado de unicornios que a fuego a la ninfa arremeten: ella, desnuda y ya difunta en el espejo ahora que en el marco de clausurado olvido se fija en centelleos el súbito septeto.
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