Don del poema1
¡Te traigo aquí a la hija de una noche idumea! Negra, de ala sangrienta y pálida e implume, por el vidrio que incendian los aromas y el oro, por heladas ventanas opacas todavía, la aurora se arrojó sobre el candil angélico, ¡palmas! y cuando ya mostraba esa reliquia al padre que enemiga sonrisa aventuraba, la estéril soledad azul se estremecía. ¡Oh arrulladora, con tu niña y la inocencia de tus helados pies el nacimiento horrible acoge, y con tu voz que viola y clave evoca. ¿Oprimirán tus dedos marchitos ese pecho del que mana en blancura sibilina la hembra hacia labios que el aire del azul virgen tienta?
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