Oda
1 En la luminosa roca estoy sentado. Vuela la suave brisa del joven verano igual que la tibieza de una dulce cena. Al silencio acostumbro mi corazón (no es tan difícil). Todas las cosas desaparecidas en torno mío se reúnen mi cabeza se inclina, y cuelga mi mano. Contemplo la crin de las montañas. Brilla en todas las hojas la llama de tu frente. En el camino, nadie, nadie. Miro cómo tu falda ondea al viento. Bajo los frágiles follajes tiemblan fugaces tus cabellos, vibran tus blandos senos un instante y, mientras el arroyuelo Szinva corre, miro surgir una vez más en los guijarros redondos y blancos de tus dientes, la sonrisa de un bada. 2 ¡Oh cuanto te amo, a ti que has logrado hacer hablar a la vez a la intrigante soledad que está tejiendo su trama en los resquicios más profundos del corazón, y a todo el Universo! Tú, como una cascada huye de su ruido, me abandonas y corres silenciosamente, mientras yo, entre las cumbres de mi vida, próximo a la lejanía, retumbo, chocando en la tierra y en el cielo, y grito que te amo, ¡mi dulce madrastra! 3 Te amo como el niño ama a su madre, como las mudas fosas a sus profundidades. Te amo como las salas a la luz, como el espíritu al fuego y el cuerpo al descanso. Te amo como los mortales aman la vida, hasta que mueren. Tus movimientos, tus palabras, todas tus sonrisas, acojo como la tierra los objetos que caen. En mi imaginación mis instintos te penetran como al metal los ácidos. En mi mente tu imagen hermosa y amada, tu ser, colma todas las cosas esenciales. Los instantes pasan, ruidosos, y en mis oídos tú estás muda. Las estrellas descienden y caen, pero tú te detuviste en mis ojos. Tu sabor, como el silencio en una gruta, flota enfriándose en mi boca. Y sobre el vaso de agua tu mano con sus venas tan finas que apenas se vislumbran. 4 ¡Oh!, ¿qué materia soy yo que tu mirada me corta y me transforma? ¿Qué alma y qué luz y qué fenómeno de asombros, que pudo recorrer en la niebla de la nada los paisajes sinuosos de tu fértil cuerpo? Y como el verbo en una mente abierta, yo puedo descender a sus misterios. Tu red sanguínea, como los rosales, tiembla sin cesar. Ella conduce la corriente eterna para que surja el amor en tu rostro, para que tu matriz tenga un fruto bendito. El suelo sensible de tu vientre está bordando de raíces pequeñitas, hilos finísimos, que se anudan y desanudan para que las células que tus humores recojan sus enjambres, para que los bellos arbustos de tus frondosos pulmones canten sus propias glorias. La eterna materia pasa felizmente a través de tu cuerpo, por los túneles de tus intestinos, y la escoria recibe una vida plena en los pozos ardientes de tus férvidos riñones. Colinas onduladas se levantan, constelaciones se estremecen en ti. Lagos se mueven, fábricas trabajan, hormiguean un millón de animales vivientes, el insecto y el alga, la bondad y la crueldad; un sol brilla, se nubla una aurora boreal. En tu sustancia se desplaza, errante, la inconsciente eternidad. 5 Como coágulos de sangre caen hacia ti estas palabras. Tartamudea la existencia. Sólo la ley es un claro discurso. Mis órganos laboriosos, que día tras día me dan vida, ya se preparan a callar para siempre. Pero todos clamarán hasta entonces. ¡Oh, tú, escogida entre la multitud de dos mil millones de seres humanos; oh, tú, la única, suave cuna, recia tumba, lecho vivo, acógeme en ti! (¡Qué alto está el cielo del amanecer! En sus minerales relucen ejércitos. El gran resplandor deslumbra mis ojos. Sé bien que estoy perdido. Escucho cómo chirría y palpita sobre mí mi corazón.) 6 Canción añadida Me lleva el tren y yo sigo tus pasos Tal vez hoy mismo estés entre mis brazos y tal vez se enfriará mi rostro ardiente o tal vez tú me digas suavemente: "Te espera el agua tibia, ve a bañarte. Toma la toalla, puedes ya secarte. La carne se está friendo, te hartará. Donde mi lecho está, tu cuerpo está."
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