Al borde de la ciudad
Al borde de la ciudad, en donde vivo, al derrumbarse los crepúsculos, vuela el hollín en blandas alas como murciélagos pequeños y se solidifica como el guano fuerte y grueso. Así se asienta en nuestras almas este tiempo. Y como espesos trapos de pesadas lluvias lavan el mellado techo de hojalata, en vano la tristeza borra de nuestro corazón lo que está sobre él petrificado. La sangre también puede lavarlo. Así somos. Gente nueva, enjambre de otra especie. Pronunciamos la palabra de otro modo, el pelo se pega a nuestra cabeza de otro modo. Ni Dios ni la mente, sino el carbón, el hierro y el petróleo, la materia real nos ha creado echándonos hirvientes y violentos en los moldes de esta sociedad horrible, para afincarnos, por la humanidad, en el eterno suelo. Tras los sacerdotes, los soldados y los burgueses al fin nos hemos vuelto fieles oidores de las leyes: por eso el sentido de toda obra humana zumba en nosotros como un violón. Desde que se formó el sistema solar, aunque es mucho el pasado tantas gentes no nos han destruido, indestructibles: armas y glorias, superstición y cólera en nuestras moradas devastaron. El vencedor futuro jamás se vio humillado como nos humillasteis bajamos al suelo la mirada. El secreto guardado en la tierra se abrió. ¡Mirad cómo se ha vuelto una fiera la fiel máquina! Frágiles pueblos crujen como el delgado hielo de un charco. Cuando la fiera salta, el revoque de las ciudades se desprende, y el cielo retumba. ¿Quién doma —quizá el terrateniente— al perro salvaje del ovejero? Su infancia es la nuestra. La máquina se crió junto a nosotros. Es un manso animal. ¡Vamos, llamadla! Nosotros conocemos su nombre. Y dentro de poco ya veremos como todos os arrodilláis y le rezáis a ella que no es más que vuestra propiedad. Pero ella sólo lame a aquel que le dio de comer en la mano. Henos aquí, desconfiadamente unidos los hijos de la materia. ¡Levantad nuestro corazón! (Él pertenece a aquel que lo levanta.) Tal fuerza sólo puede poseer quien está lleno de nosotros. ¡Izad el corazón por encima de los talleres! Un corazón tan grande y cubierto de hollín sólo han visto aquellos que han mirado al sol asfixiándose en su propio humo, aquellos que han escuchado palpitar las galerías profundas de la tierra. ¡Izad el corazón! Alrededor de esta tierra dividida, la empalizada llora, se marea y tropieza al soplo de nuestro aliento igual que cuando se desata la tormenta. ¡Soplemos en ella, izad el corazón, que humeé allá arriba! Mientras llega la claridad, nuestra capacidad maravillosa, el orden con que la mente concibe la finita infinitud, las fuerzas de producción por fuera y los instintos por dentro... Al borde de la ciudad chilla esta canción. El poeta, el pariente, mira y mira cómo cae el hollín blando, espeso, que cae y que cae y se solidifica como el guano fuerte y grueso. La palabra chirría en la boca del poeta, pero él, ingeniero de las maravillas de nuestro mundo, penetra en el futuro consciente y construye dentro de sí —como después vosotros afuera— la armonía.
|