Elegía
Como el humo que vuela por el triste paisaje condensándose plenamente bajo el cielo de plomo flota mi alma a ras de tierra. Flota, pero no echa a volar. ¡Alma dura, suave fantasía! que sigues las pesadas huellas del mundo, mírate aquí, abajo, contempla tu origen. Aquí donde bajo el cielo otras veces tan líquido, en la soledad de las amargas medianeras, el silencio monótono de la miseria amenazando, suplicando, disuelve la tristeza condensada en el corazón de los meditabundos y la mezcla con la tristeza de millones. Toda la humanidad se prepara, aquí donde no hay más que ruinas. La hirsuta lechetrezna despliega su sombrilla en el patio abandonado de una fábrica. Por las delgadas escaleras de ventanas pequeñas y rotas, descienden los días a la húmeda oscuridad. Responde tú: ¿eres de aquí y por eso nunca te abandona el grave deseo de parecerte a los demás miserables en quienes se atoró esta gran época y en cuyos rostros todos los rasgos se deforman? Ahí descansas, donde la coja empalizada guarda y vigila, gritando, el voraz orden moral. ¿Te reconoces? Ahí las almas esperan, vacías, un futuro construido, hermoso, firme, igual que sueñan las parcelas, grave, tristemente, tener alrededor casas altas que tejan un rápido murmullo. Los vidrios rotos, incrustados en el fango, miran con sus ojos fijos, sin luz, los solitarios y sufrientes prados. A veces caen de las dunas dedales de arena..., y algunas veces revolotea, zumbando, una oscura mosca, verde o azul, atraída de los paisajes más plenos por los excrementos humanos y los harapos. A su modo pone aquí la mesa la bendita madre tierra que sufre, hipotecada. En una olla de hierro crece yerba amarilla. ¿Sabes tú qué desnuda alegría —la de la conciencia— te atrae y te arrastra para que el paisaje te atrape, y qué rico sufrimiento te empuja hacia allí? Así vuelve a su madre el niño que rechazan y golpean en tierra extraña. En verdad sólo aquí puedes reír o llorar. Aquí puedes ser dueña de ti misma, oh, alma. Esta es mi patria.
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