La Tonantzin, fuego petrificado, presenció la llegada de los primeros padres. Pequeños, laboriosos, amasaron el lodo, colocaron los techos, se dieron a la vida y plantaron sus flores —para los xochimilcas la vida es una flor que da perfume y al llegar el crepúsculo se cierra y se convierte en polvo para hacer otra flor—. Los aztecas llegaron con sus dioses a cuestas, su señor de la guerra, la generosa madre rodeada de serpientes y la mujer florida. Ensoñaban, en la nariz del mundo, otra ciudad perfecta para dioses y hombres, pues para los aztecas la vida es una guerra y las flores se cortan para que salga el sol. Agua, tierra, sol y aire dieron su crecimiento a la semilla y en la ciudad naciente se escuchaban las voces productivas en el duro trajín de la mañana, y en la noche el Teocali contemplaba las oscuras fatigas de unos hombres hechos para llorar. La luna llena daba el buen camino y el pequeño labriego regresaba para esperar, con el color del alba, el signo del final. Los dioses —risa y llanto, más compasión que odio—, desde los cuatro puntos cardinales y en el centro de todo dividían las jornadas, y dictaban el ritmo sol y estrella polar. Al poniente, el Tlatoani y Cihuapapalotzin, la mujer mariposa, cercaban la ciudad. La Cihuapapalotzin agitaba sus alas y, encerrada en sí misma, todos los días mataba al sempiterno sol. Sobre esta tierra y sobre calaveras y estatuas derrumbadas, dioses que huían, mitologías hundiéndose en la sombra, España construyó otra ciudad. Manos indígenas levantaron las casas, la morada de novísimos dioses protectores: Santiago en el oriente, galopando los caballos del sol, San Martín al poniente y la luna saliendo de sus manos, al centro, Magdalena, la mujer siempre virgen al final. Se alzaron las capillas, los conventos predicaron sus nuevas y la ciudad vivió, durmió sus noches y el tiempo la fue hiriendo, ennegreció sus piedras, lanzó sus batallones vegetales a ocupar las cornisas, a ocultar los murales, a romper las agudas espadañas, a devorar almenas, a colocar raíces entre los muros rotos. Muchos años después la ciudad duerme en la intranquila noche y, por momentos, el sol la redescubre. Ciudad de dioses mudos, de voraces caciques y de hombres y mujeres que tienen miedo de su propia sombra, este cuento nos dice lo que fuiste y nos anuncia el retorno del sol. Para los xochimilcas la vida es una flor que da perfume y al llegar el crepúsculo se cierra y se convierte en polvo para hacer otra flor.
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