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Golfo de California |
I Cuando el mismo suspiro del ratón macilento arañe la corteza de la casa y el búho arranque pedazos de noche con su pico curvado y amarillo; cuando la soledad sea placentera y el aire tibio ya no diga nada; cuando el sol sea una manta para las piernas ateridas y las manos descansen sobre el tumor, la conciencia servirá para hacer vendas y el cerebro se irá de paseo para cortar biznagas en el monte. En ese cuando, miraré los barcos en los que nunca iré; desmenuzaré las cartas amadas y sus pedazos caerán, como una lluvia de primavera, sobre las hojas podridas. Amanecerán las horas embalsamadas y no traerán más que sus manos mudas. En el lomo plomizo de un mar inmutable cabalgarán mis ojos y la noche encenderá hogueras en el bosque. Será hermoso perderse entre los árboles esqueléticos para despertar amortajado por el rocío, mientras las vacas son ordeñadas y el día ordena sus rebaños bajo las manos cálidas de un viento que cortará las ramas del laurel para que no me veas. II El aguijón de un mar cansado, oculto para traicionar, esperó el momento más claro para descargar su veneno. En el día perfecto, el grito fue como una irrupción de la vida en el torrente gris de lo igual. Tal vez sea cierto que el dolor nos hace vivir, que sus espuelas se clavan en el costado del vacío. Sólo cuando llega y pasa, nuestras manos aferradas a la roca, palpitan para recuperar la vida. En ese instante horrible pasa la vida delante de los ojos y pedimos más vida, bajo el horror eléctrico. Al confirmar la asiduidad del corazón, desplegamos las velas más altas y zarpamos, esperando un naufragio más profundo. |
de Cantos de Plasencia |