El padre de Georg Trakl lo sabía muy bien: un hijo poeta puede hacerte renegar de la vida. Por eso, cuando el 3 de febrero de 1887 su esposa María Halik dio a luz un niño de poco peso, muy inquieto y casi transparente, levantó los ojos al cielo y rogó porque el recién nacido permaneciese a prudente distancia de los espejos y la literatura. Sin embargo, espejos y letras lo persiguieron siempre. Nunca estuvo a salvo de su imagen insignificante y de la superioridad de su poesía.
La dicha de una infancia triste lo rodeó con su luz. El padre, en su distancia, sueña con vender materiales para construcción. El interés de su madre se centra en coleccionar antigüedades. Georg y su hermana Margarita, la amada Grete, disfrutan los escondrijos de la casa, el contacto furtivo de los labios y las lecciones de piano. Más tarde compartirán también los efectos del opio y la cocaína.
Trató de ahogarse en un estanque. Lo juzgaron una caída y nadie le dio importancia a su intento fallido. Las vías del tren lo atraían como imanes, pero las composiciones de Schubert, Chopin y Liszt, aunadas a las lecturas de Ibsen y Maeterlinck, le permiten encontrar asideros. Escribe teatro y versos donde pululan arañas, murciélagos, epidemias, lluvias constantes y la nostalgia por ese paraíso que sólo gozan los nonatos.
Fue un mal estudiante. Alguien que conoce el fulgor de las pupilas de Dios y sabe de los agusanados párpados angélicos, no puede tener buenas calificaciones en matemáticas o latín. Detesta lo rojo del dinero, no le simpatizan los austríacos y pide la cabeza de aquellos alemanes seducidos por la modernidad. Rimbaud, Hölderlin, Baudelaire, Nietzsche y Dostoievski nutren sus horas de lunático.
Espejos de la verdad lo acercan a estudios de farmacia. Dos años después consigue trabajo en El Ángel Blanco, una botica que todavía existe en Salzburgo. El amor por Grete se ahonda y la culpa crece. La depresión lo hace pensar en la mejoría del suicidio.
No está solo. Con amigos afines funda círculos literarios con nombres de dioses griegos. Publica, se sumerge en el alcohol y el veronal, lo envuelve el cloroformo, frecuenta prostitutas de la Judengasse.
Tres o cuatro colores llegan a obsesionarle. Intenta pintar un depósito de cadáveres repleto de girasoles y aparece su retrato. Huraño, polémico, ajeno a los territorios de la vida real, la soporta porque piensa continuamente en quitársela. Se protege con música, poesía y los azules vapores del incesto. Borneo, en ese tiempo colonia holandesa, surge en su delirio como una posibilidad de escape.
Le horroriza la violencia. Odia especialmente la cacería. Ve a su hermana como una cierva azul que cruza bosques, amenazada por el celo de los cazadores. La luna incrementa el púrpura de su locura. Llenas de caricias prohibidas, desea meter sus manos dentro de las letrinas. En los espejos crecen jacintos y amapolas. Ve publicado su libro Poemas pero de Sebastián en el sueño sólo alcanza a corregir galeras.
La guerra del 14 completa sus terrores y al ser enviado al frente, lo rebasa la realidad con múltiples espejos estrellados. Se incorpora a las tropas austro-húngaras, sabe lo que es el verdadero espanto después de la batalla de Grodek, en la Galitzia de entonces, actual territorio ucraniano. Debe atender heridos graves en un granero. Algunos le piden que los mate, otros se suicidan. Lo paraliza la desesperanza. Piensa en la hermana y avanza su furgón de culpas. Intenta quitarse la vida con un revólver, lo detienen sus compañeros.
Camino al hospital militar, ve árboles con ahorcados movidos ligeramente por el viento. Sabe que la humanidad no tiene escapatoria. Ya en el hospital, teme que lo fusilen por cobarde. Comparte la habitación con un soldado y su delirium tremens. Se le presenta un ángel blanco y con dulces palabras lo consuela.
Consignan los libros que Georg Trakl murió por una sobredosis de cocaína, a los 27 años. También señalan que en Berlín, tres años más tarde, Grete se dio un tiro en el corazón.