Por la tarde resuenan los bosques otoñales Sus armas de muerte, las llanuras doradas Y lagos azules, arriba el sol Sombríamente rueda; la noche abraza A los guerreros agonizantes, el lamento salvaje De sus bocas destrozadas. Y nubes rojas quietas se reúnen En la pradera donde habita un iracundo Dios, La sangre derramada, frescura de luna; Todas las calles van a dar a la negra putrefacción. Bajo la enramada de oro de noche y estrellas, vaga La sombra de mi hermana por la apacible floresta Para saludar a los espíritus heroicos, las cabezas sangrantes; Y suaves suenan entre los juncos las flautas oscuras del otoño. ¡Oh pena, la más orgullosa! Oigan ustedes, altares de bronce, La ardiente llama del espíritu nutre un dolor más violento, Los nietos nonatos.
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